"Más de una vez he oído de tu boca que soy ambicioso, que sueño con opulencias y lujos."
(Fragmento del capítulo LIV)
¡Lejos de esta gente! -me dije esa mañana al salir de la misa de doce, y me fui a mi casa, a mi pobre casita, resuelto a no tratar más ni con los tertulios de la botica ni con las señoritas Castro Pérez, y decidido a no venir a Villaverde sino de tiempo en tiempo.
Después de la comida me puse a escribir. La idea de que Linilla padecía y lloraba por causa mía me tuvo inquieto toda la tarde. Cuando cerré mi carta, estaba yo tranquilo. En ella le hablé francamente:
«¿A qué pensar en eso, Linilla mía? ¡Te amo, te adoro! ¿Qué motivos tienes para dudar de mi fidelidad? Me ofendes cuando dices que tarde o temprano he de olvidarte. Angelina: eres cruel conmigo, y no temes lastimar mi corazón. ¿No dices que me amas? Pues entonces, ¿por qué dudas así de mi cariño? Más de una vez he oído de tu boca que soy ambicioso, que sueño con opulencias y lujos. No comprendes que con esas palabras me desgarras el corazón. Dime, con toda sinceridad: ¿crees que sería yo capaz de buscar fortuna y riquezas por ese camino? No ambiciono grandezas; con poco me conformo; poco necesito para ser feliz. Una posición modesta, modestísima, rayana en la pobreza, es cuanto deseo para que mis pobres tías pasen tranquilas los últimos años de su vida, ¡y nada más! Nada me seduce en el mundo como no seas tú, tú, Linilla, alma de mi alma, en quien cifro ilusiones y esperanzas, en quien he puesto todo mi cariño.
«Mientras yo sueño a todas horas contigo, mientras vivo pensando en tí, tú te complaces en dudar de mis palabras, y temes que, prendado de Gabriela y empujado por una ambición vulgar, desdeñe tu amor olvide que me amas y que vives para mí, y corra en busca de un enlace que me proporcione bienestar y riquezas.... ¿No piensas que me calumnias, que calumnias a tu Rodolfo? Huérfano, desgraciado, pobre, el mundo era para mí un valle de dolores; quise cerrar mi corazón a todo afecto, no amar ni ser amado, cuando te conocí y te amé. Te hablé noble y desinteresadamente. ¿Qué interés podía guiarme? Te amé y te di mi corazón; me amaste, y al oír de tus labios que me amabas se disiparon las tinieblas de mi vida; se iluminó mi alma con los esplendores de la tuya, y anhelé ser bueno porque tú eras buena; quiso tener resignación como tú, y la tuve; y el que poco antes deseaba morir, amó la vida, y soñó con dichas y felicidades, no esas que tú supones, sino otras verdaderas, humildes... un hogar modesto y tranquilo, ni envidiado ni envidioso, del cual tú fueras alegría. Tú amas como yo a las buenas ancianas que ampararon mi orfandad, ellas te aman también.... ¡Qué dichosos seremos!».
Rafael Delgado (México, 1853-1914).
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