¡Ay,
Lisandro, Lisandro!, y cómo la amistad de Carino te costará la vida, pues no es
posible sino que te la acabe el dolor de haberla yo por ti perdido. ¡Ay, cruel
hermano!, ¿es posible que sin oír mis disculpas tan presto me quesiste dar la
pena de mi yerro?” Cuando estas razones oí, en la voz y en ellas conocí luego
ser Leonida la que las decía, y présago de mi desventura, con el sentido
turbado, fui a tiento a dar adonde Leonida estaba envuelta en su propia
sangre; y, habiéndola conocido luego, dejándome caer sobre el herido cuerpo,
haciendo los estremos de dolor posible, le dije: “¿Qué desdicha es esta, bien
mío? Ánima mía, ¿cuál fue la cruel mano que no ha tenido respecto a tanta
hermosura?” En estas palabras fui conocido de Leonida, y, levantando con gran
trabajo los cansados brazos, los echó por cima de mi cuello, y, apretando con
la mayor fuerza que pudo, juntando su boca con la mía, con flacas y mal
pronunciadas razones, me dijo solas estas: “Mi hermano me ha muerto; Carino,
vendido; Libeo está sin vida, la cual te dé Dios a ti, Lisandro mío, largos y
felices años, y a mí me deje gozar en la otra del reposo que aquí me ha
negado”. Y, juntando más su boca con la mía, habiendo cerrado los labios para
darme el primero y último beso, al abrirlos se le salió el alma y quedó muerta
en mis brazos. Cuando yo lo sentí, abandonándome sobre el helado cuerpo, quedé
sin ningún sentido. Y si como era yo el vivo, fuera el muerto, quien en aquel
trance nos viera, el lamentable de Píramo y Tisbe trujera a la memoria.
Miguel de Cervantes (España, 1547-1616).
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