"Allí andaba Marina entre las tumbas, vestida de negro, con un ramo de flores rojas en la mano."
(Primeros párrafos del capítulo 29: Día de muertos)
Allí andaba Marina entre las tumbas, vestida de negro, con un ramo de flores rojas en la mano. Era 2 de noviembre y buscaba la sepultura de su abuela Micaela. Pero la difunta no tenía cruz ni monumento, quizás ni nombre ni sitio de reposo.
Marina pensaba que su abuela había sido muy importante en Contepec, pero en el pueblo nadie se acordaba de ella. En las historias que la madre le había contado, Micaela era la protagonista principal, pero narradas por otra gente ella no existía o era una espectadora marginal.
Para los locales, la misma nieta era una desconocida, una recién llegada. Eso no tenía importancia; para Marina, niña anónima residiendo en la capital de la república, Contepec formaba parte de su mitología personal y de su herencia materna. Una herencia vaga, es cierto, pero al fin y al cabo una herencia que contenía el bagaje cultural de su madre.
A veces, sobre todo cuando se sentía sola en la ciudad multitudinaria, Marina intentaba recobrar el paraíso perdido de su progenitora, que por derecho de sangre también era el suyo, aunque fuera un paraíso compuesto de anhelos fallidos y recuerdos inexactos. Si bien era un paraíso inventado por el deseo de pertenecer a alguna parte, o por la necesidad subjetiva de disponer de una almohada moral, en donde recargar la cabeza, ella quería hacerlo real.
El caso es que allí andaba Marina entre las tumbas, buscando a la importantísima Micaela con la intención de ponerle flores y de rendirse homenaje a sí misma, al rendírselo a su ilustrísimo ancestro. Y si ese antepasado resultaba demasiado inasible, al menos honraría el sueño perpetuo que cubre la existencia humana en forma de lápida.
Homero Aridjis (México, 1940).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario