"... un derroche de papel higiénico sustituye a las tiras de tela o de papel de arroz de otras civilizaciones."
Día de difuntos
(Fragmentos)
Día de difuntos
(Fragmentos)
Un niño nacido en una familia católica de la Europa occidental conserva al menos el recuerdo de algún paseo por el cementerio el Día de Difuntos, en una época que suele ser fría, opaca y gris. La víspera, fiesta de Todos los Santos, es una fiesta de segunda clase, hasta cierto punto, que no se celebra tanto como la Pascua o la Navidad con regalos y banquetes, pero que sabíamos honrar a los difuntos que habían subido oficialmente al cielo. Había, claro está, millares y millares de santos. Pero también había, y el niño ya se daba cuenta, millares y millares de muertos cuya suerte en el otro mundo no era conocida, y esas veinticuatro horas del dos de noviembre parecían demasiado cortas para honrarlos a todos. Muertos que también subieron al cielo, pero sin ceremonia de beatificación y, por tanto, sin que se estuviera nunca completamente tranquilo sobre su destino, muertos de paso por el Purgatorio o definitivamente en el Infierno, muertos de tiempos paganos, muertos de otras religiones en todas partes del mundo o incluso en ésta. Muertos a secas, tan muertos como aquel perro o aquella vaca que no habíamos vuelto a ver durante las vacaciones y de los cuales nos habían contado, sin más, que reventaron. En lo que a mí concierne, confundo esa lejana visita al cementerio con exposiciones de crisantemos -esas gruesas bolas que abundan siempre sobre las tumbas bien cuidadas- ya que son casi las únicas flores que ofrecen en esa estación las floristas, a no ser que se compre una docena de rosas que se marchitan en seguida y no hacen buena impresión durante mucho tiempo.
Se encontraban, bien es cierto, algunas personas de luto que parecían tristes de verdad. Pero lo que se veía sobre todo (y los ojos de un niño son en ese caso implacables) era a unas personas muy bien arregladas que aprobaban aquí y criticaban allá las ofrendas florales que en los otros sepulcros vecinos dejaban sus propietarios. Y nunca olvidaré el sobresalto de horror -tantas veces experimentado en los cementerios, en Francia- al ver unas flores clavadas con alfileres a su cucurucho de papel, como un sudario en el que también acabarían por pudrirse, encima la etiqueta de una buena florista, donativo de alguien que no amaba ni a los muertos ni a las flores y que las había dejado allí sin tomarse la molestia de llevar un recipiente con agua, ni de sacarlas del papel y ponerlas amistosamente sobre la misma tierra o el mármol de los muertos. Se habían contentado con adquirir aquella especie de tarjetas-de-visita-ramos (hay que cumplir) y dejarlas allí, con una discreta señal de la cruz -tal vez, y si se seguía permaneciendo fiel a los usos piadosos-, antes de alejarse lo más de prisa posible sin faltar al decoro en esa época de noviembre que no invita a pasar largas horas de pie junto a las tumbas.
Lo que el niño vagamente aburrido y vagamente asqueado no sabía era que aquellos ritos otoñales se encuentran entre los más antiguos celebrados en la tierra. Parece ser que, en todos los países, el día de los difuntos se sitúa a finales de otoño, después de las últimas cosechas, cuando el suelo desnudo se supone deja paso a las almas que duermen debajo. Desde la China a Europa septentrional, el difunto enterrado, a menudo bajo un túmulo lleno de hierba, pasaba por asegurar la fecundidad de los campos y protegerlos al mismo tiempo de las incursiones del enemigo, como los huesos del viejo Edipo en su Tholos de Colona. No obstante, su retorno anual en esos momentos en que la subida hacia el mundo de los vivos es más fácil, es tan temido como deseado por sus descendientes. Todo rito posee dos vertientes: se ofrecen de buen corazón las ofrendas destinadas a asegurar la supervivencia del muerto y al mismo tiempo para neutralizar lo nocivo que él haya adquirido al convertirse en un difunto, pero se espera de él que, una vez haya pasado la fiesta del nuevo encuentro con los vivos, se vuelva a meter juiciosamente en su morada de tierra. Los ritos del Día de Difuntos son los del espanto tanto como los del amor. En Finlandia ponen unos postes indicadores y unas placas con el nombre de casas o granjas aisladas, fuera de su lugar o cubiertos con una tela opaca, con el fin de que los espíritus, desorientados, no volvieran a instalarse en sus antiguos hogares. Es un hecho, inconfesado y casi inconfesable, que los muertos más queridos, al cabo de unos años e incluso unos meses serían unos intrusos, si volvieran en la existencia de los vivos cuyas condiciones han cambiado. Así lo quiere no tanto el egoísmo o la frivolidad de los hombres como las exigencias de la vida misma. Esta regla de las conmemoraciones fúnebres otoñales tiene sus excepciones. Una de las fiestas más bellas de difuntos, el festival Bon que es budista, se celebra en verano y consiste en mandar a alta mar centenares de minúsculos esquifes en donde arde una lámpara pequeña, imagen de nuestro precario e inmenso viaje hacia la eternidad.
(...)
No obstante, el verdadero Día de Difuntos es, en los Estados Unidos, la burlesca y, en ocasiones, siniestra mascarada de los niños y adolescentes: Halloween, otra fiesta otoñal que se sitúa la víspera de Todos los Santos, la víspera también del primero de mes de Athyr del antiguo Egipto, aniversario de la muerte de Osiris asesinado por las potencias del Mal y convertido de esa suerte en Dios de los muertos. Hallowed Hall: todas las almas santificadas. Nadie, salvo algunos eruditos, conoce el antiguo sentido etimológico desordenado con una fiesta de difuntos, pero las verdaderas fiestas, las más hondamente enraizadas dentro del inconsciente humano son las que se celebran sin saber por qué.
No se trata, en Halloween de decorar los cementerios ni siquiera de ir a visitarlos. Día de alegría infantil, durante el cual las madres confeccionaban para sus retoños ingenuos y a veces lúgubres disfraces: pocos americanos debe de haber que no recuerden el encanto de llevar ese día el gorro con las llamas del diablo, los bigotes y la cola de un gato, o las blancas trencillas formando el dibujo de los huesos hilvanadas sobre un trozo de tela negra, cándido anticipo de las metamorfosis. Así emperifollados -a menos de hacerlo disfrazados de bruja, de Drácula, de fantasma envuelto en una sábana, o de Supermán, pero siempre con las máscaras apropiadas- van a mendigar caramelos de puerta en puerta fingiendo una voz muy gruesa y amenazando a los habitantes que no le den golosinas o que sólo les ofrezcan unas pocas. Hay niños de más edad y adolescentes que se unen a ellos o forman otros grupos, rivales, igualmente ataviados y disfrazados, con la máscara puesta, y a menudo abundan los delitos tales como cristaleras rotas o pintarrajeadas, huevos que vienen a estrellarse contra las ventanas o las hojas de las puertas, bancos y muebles de jardín rotos, cristales hechos añicos al tratar de entrar a la fuerza y apoderarse de la botella de whisky codiciada. A veces también se dan atroces bromas por parte de los adultos a quienes irritan estas intrusiones: me han hablado de trozos de pastel embadurnados de espuma de jabón o de excrementos, e incluso, en una ocasión, salpicados de cristal machacado. Es también la noche en que las chicas, al alegrarse al final de un baile, corren más peligro que de costumbre de ser violadas o, a veces, estranguladas detrás de un seto.
En las carreteras, más de una señal de tráfico se ve desplazada o trastocada, igual que lo hacen, por razones que ellos conocen, los supersticiosos campesinos finlandeses. Debido a otro retorno inconsciente a uno de los más antiguos ritos del mundo, un árbol, siempre el mismo, en el centro del pueblo donde yo vivo, es cubierto por los chicos de tiras estrechas colgando de todas sus ramas y que se mueven al viento pero, por comodidad, porque tienen a mano esa clase de producto, o tal vez con intenciones escatológicas, un derroche de papel higiénico sustituye a las tiras de tela o de papel de arroz de otras civilizaciones. Lo que antes era fervor se ha convertido en irrisión. En este gran país que se cree materialista, esos vampiros, esos fantasmas y esos esqueletos del carnaval de otoño no saben lo que son: espíritus de los difuntos desenfrenados a los que se consiente alimentar para echarlos después con una mezcla de jolgorio y de temor. Los ritos y las máscaras son más fuertes que nosotros.
1982
Marguerite Yourcenar
(Escritora en lengua francesa nacida en Bélgica, educada en Francia y afincada en Estados Unidos, donde falleció. Tenía doble nacionalidad, francesa y estadounidense; 1903-1987).
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