"... me gustan especialmente esos asteres de color rojo oxidado que parecen arder en silencio..."
(Fragmento inicial del primer capítulo)
El azar puso al viudo junto a la viuda. ¿O no intervino ningún azar, porque
su historia empezó el Día de los Fieles Difuntos? En cualquier caso, la viuda
estaba ya allí cuando el viudo tropezó, dando un traspié pero sin llegar a
caerse.
Él se situó a su lado. Zapatos del 43 junto a zapatos del 37. Ante el
puesto de una aldeana que ofrecía setas, amontonadas en un cesto y extendidas
sobre papel de periódico, y además, en tres cubos, flores, el viudo y la viuda
se encontraron. La aldeana estaba acurrucada a un lado del mercado cubierto,
entre otras aldeanas y el producto de sus huertecillos: apio, colinabos del
tamaño de una cabeza de niño, puerros y remolacha.
El diario de él confirma lo del Día de los Fieles Difuntos y revela el
número de los zapatos. Dice que lo hizo tropezar el reborde de la acera. Pero
la palabra azar no aparece. «Tal vez fuera la Providencia la que ese día, a esa
hora -al dar las diez- nos reunió...». Sus esfuerzos por dar vida a la tercera
persona, mediadora muda, resultan vagos, lo mismo que su intento de precisar,
varias veces, el pañuelo que ella llevaba en la cabeza: «No exactamente tierra
de sombra, y más pardo de tierra que negro de turba...». Tiene más éxito con la
obra de ladrillo de los muros del monasterio: «Cubiertos de costras...». El
resto tengo que imaginármelo.
Quedaban sólo pocas clases de flores en los cubos: dalias, asteres,
crisante- mos. Los boletos bayos llenaban los cestos. Cuatro o cinco setas de
Burdeos, apenas marcadas por mordiscos de caracoles, se alineaban sobre una
primera plana, pasada de fecha, del diario local Głos Wybreża y, a su lado, un
manojo de perejil y papel de envolver. Las flores no valían gran cosa.
«No es de extrañar -escribe el viudo- que los puestos cercanos al mercado
de Santo Domingo estuvieran tan pobremente surtidos; al fin y al cabo, el Día
de los Fieles Difuntos las flores están muy solicitadas. Ya el día anterior, el
de Todos los Santos, la demanda supera con frecuencia a la oferta...».
Aunque las dalias y los crisantemos tenían mejor aspecto, la viuda se
decidió por los asteres. El viudo permaneció indeciso: «Aunque quizá fueran las
setas de Burdeos y los boletos pardos, sorprendentemente tardíos, los que me
atrajeron a ese puesto concreto, tras un breve sobresalto -¿serían las
campanadas?- me dejé llevar por una seducción especial, no, por una
atracción...».
Cuando la viuda sacó de los tres o cuatro cubos el primer aster, luego otro
e, indecisa, un tercero, volvió a dejar éste para cambiarlo por otro y sacar
luego un cuarto, que devolvió y sustituyó igualmente, el viudo comenzó también
a sacar asteres de los cubos y, tan difícil de contentar como la viuda, a
cambiarlos, sacando los de color rojo oxidado lo mismo que ella había sacado
los de color rojo oxidado; de todas formas, había aún para elegir violetas
pálidos y blanquecinos. Aquella consonancia cromática lo hizo desbarrar: «¡Qué
coincidencia tan delicada! Lo mismo que a ella, me gustan espe- cialmente esos
asteres de color rojo oxidado que parecen arder en silencio...». En cualquier
caso, los dos siguieron empecinados en el rojo oxidado hasta que los cubos no
dieron más de sí.
Ni a la viuda ni al viudo les bastaba para un ramo. Ya estaba ella a punto
de tirar su parca selección a uno de los cubos, cuando empezó lo que se llama
la trama: el viudo entregó a la viuda su botín rojo oxidado. Él se lo alargó y
ella lo agarró. Una entrega muda. Irreversible. Asteres inextinguiblemente
ardientes. Así se formó la pareja.
Günter Grass (Alemania, 1927-2015). Obtuvo el premio Nobel en 1999.
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