Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 15 de marzo de 2019

Tu boca: MANUSCRITO ENCONTRADO EN ZARAGOZA. de Jan Potocki


(Fragmento de la jornada séptima)

Al pie de mi árbol había un fresco arroyo, una mesa de mármol y bancos. Era la parte más adornada del jardín. Supuse que los invitados no demorarían en llegarse hasta allí, y decidí esperarlos para verlos de cerca. En efecto, al cabo de media hora apareció una muchacha de mi edad. Los ángeles no eran más hermosos que ella, y la impresión que me causó fue tan intensa y súbita que tal vez habría caído de lo alto del árbol, si no hubiese tenido la precaución de atarme a él con el cinturón, cosa que hacía en ocasiones para descansar con más seguridad. La muchacha tenía los ojos bajos y una expresión de profunda melancolía. Sentóse en un banco, se apoyó en la mesa de mármol y derramó muchas lágrimas. Sin saber demasiado lo que hacía, me dejé resbalar por el tronco y me coloqué de manera de verla y no ser visto. Entonces apareció el Principino, llevando un ramo de flores en la mano. Hacía cerca de tres años que no tenía yo el disgusto de verlo. Estaba más robusto. Su rostro, aunque hermoso, era insípido. Cuando la muchacha lo vio, su rostro expresó el desprecio de una manera que me llenó el corazón de gratitud. El Principino la abordó, sin embargo, irradiando contento de sí mismo, y le dijo:

- Querida prometida, he aquí el ramo que te daré si me aseguras que tu boca no mencionará nunca más a ese pequeño harapiento de Soto.

La señorita respondió:

- Señor príncipe, me parece que haces mal en poner condiciones a vuestros favores. Por lo demás, aunque yo no hablara del encantador Soto, toda vuestra casa seguiría ocupándose de él. Vuestra misma nodriza ha dicho que nunca había visto un muchacho de tan buen parecer, y sin embargo vos estabas allí.

El Principino, harto amoscado, replicó:

- Señorita Silvia, no olvides que eres mi prometida.

Silvia no respondió y se deshizo en lágrimas. Entonces, furioso, el Principino reclamó:

- Despreciable criatura, puesto que estás enamorada de un bandido, he aquí lo que te mereces.

Y al mismo tiempo le dio una cachetada. Entonces la señorita exclamó:

- ¡Soto, que no puedas castigar a este cobarde!

No había ella terminado sus palabras, cuando aparecí y le dije al príncipe:

- Debes reconocerme. Soy bandido y podría asesinarte. Pero respeto a la señorita que se ha dignado a llamarme en su auxilio, y accedo a batirme como vosotros, los nobles.

Llevaba yo dos puñales y cuatro pistolas. Separé tres y tres, coloqué a diez pasos un grupo de armas y el otro, y dejé al Principino que escogiera. Pero el infeliz había caído desvanecido en un banco. Entonces Silvia tomó la palabra y me dijo:

- ¡Bravo, Soto! Mañana debía casarme con el príncipe o entrar al convento. No haré ni una cosa ni otra. Quiero ser tuya para toda la vida.

Y se echó en mis brazos. Pensaréis bien que no me hice de rogar. Sin embargo, había que impedir que el príncipe turbase nuestro retiro. Cogí un puñal y, sirviéndome de una piedra a modo de martillo, le clavé la mano al banco sobre el cual estaba sentado. Lanzó un grito y volvió a caer desvanecido. Nosotros salimos por el agujero que yo había hecho en el muro del jardín, y después llegamos hasta la cumbre de los montes.


Jan Potocki (Polonia, 1761-1815).

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