(Fragmento del capítulo Primavera temprana)
Al día siguiente, cuando estaba por subir al tren, mientras se repetía que era inútil esperar que Otoko lo despidiera en la estación, apareció su discípula Sakami Keiko.
- ¡Feliz Año Nuevo! La señorita Ueno tenía intenciones de venir a despedirlo, pero tuvo que hacer algunas llamadas de Año Nuevo que le ocuparán toda la mañana y por la tarde recibirá visitas. Por eso he venido en su lugar.
- Muy amable de su parte –replicó Oki.
La belleza de la muchacha atraía la atención de las pocas personas que viajaban aquel día de fiesta.
- Es la segunda vez que usted se incomoda por mí.
- Es un placer. Keiko llevaba el mismo quimono de la noche anterior: una prenda de satén estampado en el que predominaban los tonos de azul, con un motivo de pájaros que revoloteaban entre copos de nieve. Los pájaros ponían una nota de color, pero el conjunto era bastante sombrío para ser la vestimenta festiva de una muchacha tan joven.
- Muy elegante su quimono. ¿El estampado es obra de la señorita Ueno?- No –dijo Keiko y se ruborizó un poco–. Es obra mía, pero no resultó como esperaba.
Pero lo cierto era que ese quimono oscuro hacía resaltar la perturbadora belleza de Keiko. Además había algo juvenil en la decorativa armonía de colores y en las variadas formas de los pájaros. Hasta los copos de nieve parecían estar danzando.
La muchacha le entregó varias cajas de bocadillos típicos de Kyoto para que comiera en el tren y le señaló que se las enviaba Otoko. Durante los minutos que el tren permaneció en la estación, Keiko estuvo de pie junto a la ventanilla. Al verla así, enmarcada por la ventanilla, Oki pensó que quizás aquel fuera el período en que la belleza de aquella mujer había llegado a su esplendor. Él no había visto a Otoko en el apogeo de su belleza juvenil. Tenía dieciséis años cuando se separaron.
Oki comió temprano; alrededor de las cuatro y media. En las cajas encontró una variedad de comidas de Año Nuevo, entre las que figuraban algunas bolitas de arroz de forma perfecta. Parecían expresar las emociones de una mujer. Sin duda la propia Otoko las había preparado para el hombre que, mucho tiempo atrás, había destruido su tierna juventud.
Al masticar aquellos bocadillos de arroz, sintió el perdón de la mujer en su lengua y en sus dientes. No, no era perdón, era amor. Estaba seguro de que era amor, un amor que aún ardía en lo más hondo de su ser. Todo lo que él sabía de la vida de Otoko en Kyoto era que ella se había abierto camino como pintora sin ninguna ayuda. Quizás hubieran existido en su vida otros amores, otras historias sentimentales. Pero sabía que ella sentía por él el desesperado amor de la adolescencia. Él, por su parte, había tenido relaciones con otras mujeres; pero nunca había vuelto a amar con la misma intensidad.
Yasunari Kawabata (Japón, 1899-1972). Obtuvo el premio Nobel en 1968.
(Traducido al español por Nélida M. de Machain).
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