Regresa la primavera a Vancouver.

jueves, 28 de junio de 2018

Noche de San Juan: GENTE INDEPENDIENTE, de Halldór Laxness

"... esa víspera de San Juan. Joven diosa de la noche iluminada por el sol, perfecta en su casi madura desnudez."

(Fragmento del capítulo 32: Del mundo)
 
Víspera de San Juan. Los que se bañen en el rocío podrán formular un deseo.
 
Joven y esbelta caminaba ella junto al arroyo, a los marjales, y pisaba, descalza, el barro tibio de los pantanos. Mañana iría al pueblo y vería el mundo con sus propios ojos.
 
Durante muchas semanas la perspectiva había llenado sus ensueños diurnos de agradable expectativa. Todas las noches desde el invierno había dormido en un duermevela atestado de fantasías del viaje prometido. A la luz del día o en sueños, se veía partir cien veces, y más tarde se mostraba tan poco dispuesta a perder tiempo durmiendo, que permanecía despierta hasta las primeras horas de la mañana, saboreando la delicia que vendría. Ese día las horas pasaban como una brisa distante; tenía las yemas de los dedos insensibles, las mejillas calientes, no oía nada de lo que se decía. Se había tejido ropa interior de suave hilo gris azulado, ropa que guardó para esa excursión; sólo la miraba los domingos. Y se tejió unas faldas castañas, con dos franjas sobre el borde, una azul y otra roja. Y pocas horas antes su padre había abierto el arcón de las ropas, que era el único receptáculo de la casa que tenía cerradura, y extraído de él un vestido floreado envuelto en su chaqueta dominguera.
 
- Aunque quizá seas un poco delgada para que te siente -dijo él-, es hora de que comiences a usar el mejor vestido de tu madre. A mi hija no le faltará nada, ni por fuera ni por dentro, el día que salga a ver el mundo.
 
Ella enrojeció de placer, con los ojos centelleantes. Era un momento solemne. El vestido estaba arrugado, claro, la tela estaba rígida y delgada de tan vieja, pero ni las polillas ni la humedad la habían tocado. Tenía impresa la fértil vegetación de países extraños y numerosos volantes en el pecho. Pero, aunque Asta SóUilja había crecido a un ritmo increíble en esos últimos meses y su figura comenzaba a redondearse con las juveniles curvas de la vida, era aún una mozuela toda piernas y demasiado delgada como para llenar por completo el vestido. Le pendía flojamente en torno, cayéndole desde los flacos hombros, y se hinchaba ampliamente en la cintura.
 
- Es como el espantapájaros del prado de Útirauósmyri -dijo Helgi, y su padre le hizo salir corriendo escaleras abajo. Aparte de su tamaño, el vestido le sentaba admirablemente. Asta rodeó con los brazos el cuello de su padre, agradecida, y encontró el lugar de la garganta y ocultó allí su rostro. Sus labios eran ya más gruesos. Cuando se la miraba de perfil, contra la ventana, se veía que tenía un grueso labio inferior, parecido más bien a un encantador abarquillamiento. Su boca comenzaba a hacerse tan madura, pobrecita... Y la barba de él le hizo cosquillas en los párpados.
 
El barro tibio le chorreaba por entre los dedos desnudos y hacía un ruido de succión cuando levantaba el talón. Esa noche se bañaría en el rocío, como si nunca anteriormente hubiese tenido un cuerpo. En cada estanque del río había un falaropo para hacerle reverencia. Ningún ave de todas las ciénagas es tan cortés en su comportamiento de la víspera de San Juan. Era la medianoche pasada y la una se acercaba lentamente. La noche de primavera reinaba sobre el valle como una jovencita. ¿Debía llegar o no? Vaciló, se adelantó... y fue día. Las plumosas brumas que se extendían sobre los pantanos se elevaron, enroscándose por las laderas, y permanecieron como un velo, en inocente modestia, en torno a la cintura de la montaña. Contra la placa blanca del lago se erguía la forma de algún animal, como un nykur, en la noche transparente.
 
Un hoyo herboso en la margen del río. Conduciendo a él a través del rocío, la errática vereda dejada por dos pies expertos. Los pájaros callan por un rato. Ella se sienta en la orilla y escucha. Luego se despoja de sus deshechos harapos cotidianos, bajo un cielo que puede borrar del recuerdo incluso los inviernos sin sol de toda una vida, el cielo de esa víspera de San Juan. Joven diosa de la noche iluminada por el sol, perfecta en su casi madura desnudez. Nada en la vida es tan hermoso como la noche, antes de lo que pronto será, la noche y su rocío. Formula su deseo, esbelta y madura a medias, en el pasto maduro a medias y su rocío. Cuerpo y alma son uno, y la unidad es perfectamente pura en el deseo formulado. Luego se lavó el cabello en el río y los dedos del pie se le hundieron en la arena del fondo. Las extrañas aves acuáticas todavía nadaban en su derredor, volviéndose cortésmente cuando menos lo esperaba y haciéndole una reverencia sin motivo alguno. No había en el mundo nadie que pudiese hacer una reverencia tan magnífica.
 
Asta comenzó a sentir frío y corrió acá y allá por la orilla del río, con sus huellas entrecruzándose como las calles de las ciudades del mundo. Se sentía leve e impersonal, recién surgida del rocío como la bruma misma, maravillosa en el húmedo paisaje verde de la noche soleada. Entró nuevamente en calor después de correr un rato y los pájaros despertaron y el cielo estuvo radiante con el chisporroteo de espléndidos colores. Dentro de una hora el sol luciría sobre el rocío del pie de león, y el rocío desaparecería al sol, el rocío sagrado de San Juan.
 
Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998).
Obtuvo el premio Nobel en 1955.

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