"... esa víspera de San Juan. Joven diosa de la noche iluminada por el sol, perfecta en su casi madura desnudez."
(Fragmento del capítulo 32: Del mundo)
(Fragmento del capítulo 32: Del mundo)
Víspera
de San Juan. Los que se bañen en el rocío podrán formular un deseo.
Joven
y esbelta caminaba ella junto al arroyo, a los marjales, y pisaba, descalza, el
barro tibio de los pantanos. Mañana iría al pueblo y vería el mundo con sus
propios ojos.
Durante
muchas semanas la perspectiva había llenado sus ensueños diurnos de agradable
expectativa. Todas las noches desde el invierno había dormido en un duermevela
atestado de fantasías del viaje prometido. A la luz del día o en sueños, se
veía partir cien veces, y más tarde se mostraba tan poco dispuesta a perder
tiempo durmiendo, que permanecía despierta hasta las primeras horas de la
mañana, saboreando la delicia que vendría. Ese día las horas pasaban como una
brisa distante; tenía las yemas de los dedos insensibles, las mejillas
calientes, no oía nada de lo que
se decía. Se había tejido ropa interior de suave hilo gris azulado, ropa que
guardó para esa excursión; sólo la miraba los domingos. Y se tejió unas faldas
castañas, con dos franjas sobre el borde, una azul y otra roja. Y pocas horas
antes su padre había abierto el arcón de las ropas, que era el único
receptáculo de la casa que tenía cerradura, y extraído de él un vestido
floreado envuelto en su chaqueta dominguera.
-
Aunque quizá seas un poco delgada para que te siente -dijo él-, es hora de que
comiences a usar el mejor vestido de tu madre. A mi hija no le faltará nada, ni
por fuera ni por dentro, el día que salga a ver el mundo.
Ella
enrojeció de placer, con los ojos centelleantes. Era un momento solemne. El
vestido estaba arrugado, claro, la tela estaba rígida y delgada de tan vieja,
pero ni las polillas ni la humedad la habían tocado. Tenía impresa la fértil
vegetación de países extraños y numerosos volantes en el pecho. Pero, aunque
Asta SóUilja había crecido a un ritmo increíble en esos últimos meses y su
figura comenzaba a redondearse con las juveniles curvas de la vida, era aún una
mozuela toda piernas y demasiado delgada como para llenar por completo el
vestido. Le pendía flojamente en torno, cayéndole desde los flacos hombros, y
se hinchaba ampliamente en la cintura.
-
Es como el espantapájaros del prado de Útirauósmyri -dijo Helgi, y su padre le
hizo salir corriendo escaleras abajo. Aparte de su tamaño, el vestido le
sentaba admirablemente. Asta rodeó con los brazos el cuello de su padre,
agradecida, y encontró el lugar de la garganta y ocultó allí su rostro. Sus
labios eran ya más gruesos. Cuando se la miraba de perfil, contra la ventana,
se veía que tenía un grueso labio inferior, parecido más bien a un encantador
abarquillamiento. Su boca comenzaba a hacerse tan madura, pobrecita... Y la
barba de él le hizo cosquillas en los párpados.
El
barro tibio le chorreaba por entre los dedos desnudos y hacía un ruido de
succión cuando levantaba el talón. Esa noche se bañaría en el rocío, como si
nunca anteriormente hubiese tenido un cuerpo. En cada estanque del río había un
falaropo para hacerle reverencia. Ningún ave de todas las ciénagas es tan
cortés en su comportamiento de la víspera de San Juan. Era la medianoche pasada
y la una se acercaba lentamente. La noche de primavera reinaba sobre el valle
como una jovencita. ¿Debía llegar o no? Vaciló, se adelantó... y fue día. Las
plumosas brumas que se extendían sobre los pantanos se elevaron, enroscándose
por las laderas, y permanecieron como un velo, en inocente modestia, en torno a
la cintura de la montaña. Contra la placa blanca del lago se erguía la forma de
algún animal, como un nykur, en la noche transparente.
Un
hoyo herboso en la margen del río. Conduciendo a él a través del rocío, la
errática vereda dejada por dos pies expertos. Los pájaros callan por un rato.
Ella se sienta en la orilla y escucha. Luego se despoja de sus deshechos
harapos cotidianos, bajo un cielo que puede borrar del recuerdo incluso los
inviernos sin sol de toda una vida, el cielo de esa víspera de San Juan. Joven
diosa de la noche iluminada por el sol, perfecta en su casi madura desnudez.
Nada en la vida es tan hermoso como la noche, antes de lo que pronto será, la
noche y su rocío. Formula su deseo, esbelta y madura a medias, en el pasto
maduro a medias y su rocío. Cuerpo y alma son uno, y la unidad es perfectamente
pura en el deseo formulado. Luego se lavó el cabello en el río y los dedos del
pie se le hundieron en la arena del fondo. Las extrañas aves acuáticas todavía
nadaban en su derredor, volviéndose cortésmente cuando menos lo esperaba y
haciéndole una reverencia sin motivo alguno. No había en el mundo nadie que
pudiese hacer una reverencia tan magnífica.
Asta
comenzó a sentir frío y corrió acá y allá por la orilla del río, con sus
huellas entrecruzándose como las calles de las ciudades del mundo. Se sentía
leve e impersonal, recién surgida del rocío como la bruma misma, maravillosa en
el húmedo paisaje verde de la noche soleada. Entró nuevamente en calor después
de correr un rato y los pájaros despertaron y el cielo estuvo radiante con el
chisporroteo de espléndidos colores. Dentro de una hora el sol luciría sobre el
rocío del pie de león, y el rocío desaparecería al sol, el rocío sagrado de San
Juan.
Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998).
Obtuvo el premio Nobel en 1955.
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