(Fragmento)
Pero
Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como el día, no
conocía su pureza.
Los
dioses celosos acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de sombra, en
el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo. En vez de sangre,
brotó un chorro de luz de su nuca cortada. Su cadáver, dividido en dos trozos y
arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta llegar al fondo de los Infiernos,
por donde se arrastran y sollozan aquellos que no han visto o han rechazado la
luz divina. Sopló un viento frío, condensó la claridad que se puso a caer del
cielo; una capa blanca se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo unos
espacios estrellados donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses-monstruos,
el dios-ganado, los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, semejantes
a unas ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por sus
aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.
Los
dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo lleno de humo por
donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve purgatorios;
pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en donde los
fantasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las faltas que
cometieron, y por delante de las prisiones en llamas donde otros muertos,
atormentados por una codicia vana, lloran las faltas que no cometieron. Los
dioses se sorprendían al hallar en los hombres aquella imaginación infinita del
Mal, aquellos recursos y aquellas innumerables angustias del placer y del
pecado. Al fondo del osario, en un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como
un loto, y sus largos y negros cabellos se extendían a su alrededor como raíces
flotantes.
Recogieron
piadosamente aquella hermosa cabeza exangüe y se pusieron a buscar el cuerpo
que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la orilla. Lo cogieron,
colocaron la cabeza de Kali encima de aquellos hombros y reanimaron a la diosa.
Aquel
cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber tratado de entorpecer
las meditaciones de un brahmán. Sin sangre, aquel cadáver parecía puro. La
diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo izquierdo, el mismo lunar.
Kali
no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo de Indra. El
cuerpo, al que habían unido la cabeza divina, sentía nostalgia de los barrios
de mala fama, de las caricias prohibidas, de los cuartos en donde las
prostitutas meditan secretas orgías, acechan la llegada de los clientes a través
de las persianas verdes. Se convirtió en seductora de niños, incitadora de
ancianos, amante despótica de jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas
por sus esposos y considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con
las llamas de la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada
como la comadreja de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de
entraña expuesto en los escaparates de los casqueros. Las fortunas licuadas se pegaban
a sus manos como panales de miel. Sin descanso, de Benarés a Kapilavastu, de
Bangalore a Srinagar, el cuerpo de Kali arrastraba consigo la cabeza deshonrada
de la diosa, y sus ojos límpidos continuaban llorando.
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