"... una incierta nerviosidad como la que sienten los animales en el momento en que un eclipse se aproxima."
Cuando Bruno llegó al café
encontró
a S. como ausente, corno quien está fascinado por algo que lo aísla de la
realidad, pues apenas pareció verlo y ni siquiera lo saludó. Observaba a una
gata perversa y somnolienta, que unas cuantas mesas más allá leía o simulaba
leer un gran libro. Y estudiándola, cavilaba sobre el abismo que muchas veces
existe entre la edad que figura en los registros civiles y la otra, la que
resulta de los desastres y pasiones. Porque mientras la sangre hace su
recorrido de células y años, ese recorrido que candorosamente examinan y hasta
miden los médicos con aparatos y tratan de paliar con píldoras y vendajes,
mientras se festejan (pero por qué, por qué?) los aniversarios que marcan los
almanaques, el alma sufre decenios y hasta milenios, por obra de implacables
poderes. O porque ese cuerpo, que inocentemente manejan los médicos campesinos
que expulsan o matan plagas de hongos o gorgojos en una tierra que más abajo
oculta cavernas con dragones ha heredado el alma de otros cuerpos moribundos,
de hombres o peces, de pájaros o reptiles. De manera que su edad puede ser de
cientos o de miles de años. Y también porque, como decía Sabato, aun sin
transmigraciones, el alma envejece mientras el cuerpo descansa, por su visita a
los antros infernales en la noche. Motivo por el cual se suelen observar hasta
en niños miradas y sentimientos o pasiones que sólo pueden explicarse mediante
esa turbia herencia de murciélago o de rata, o por esos descensos nocturnos al
infierno, descensos que calcinan y agrietan el alma, mientras el cuerpo que
duerme se mantiene joven y engaña a esos doctores que consultan sus manómetros,
en lugar de escrutar sutiles signos en sus movimientos o en el brillo de sus
ojos. Porque esa calcinación, ese encallamiento es posible detectarlo en cierto
temblor al caminar, en alguna torpeza, en peculiares pliegues de la frente;
pero también, o sobre todo, en la mirada, ya que el mundo que observa no es más
el del chico inocente sino el de un monstruo que ha presenciado el horror. De
modo que esos hombres de ciencia deberían más bien acercarse a la cara,
analizar con extremo cuidado y hasta con malicia las pequeñísimas marcas que
van esbozándose. Y especialmente tratando de sorprender algún fugacísimo brillo
en los ojos, porque, de todos los intersticios que permiten espiar lo que
sucede allá abajo, los ojos son los más importantes; recurso supremo que
resulta imposible con los Ciegos, que de esa manera preservan sus tenebrosos
secretos. Desde su rincón, le era imposible estudiar esos indicios en la cara.
Pero le quedaban los otros, le bastaba seguir los lentos y apenas esbozados
movimientos de sus largas piernas al reacomodarse, de su mano al llevar el
cigarrillo a la boca, para saber que aquella mujer tenía infinita- mente más edad
que los veintitantos de su cuerpo: experiencia proveniente de alguna
serpientegato prehistórica. Un animal que pérfidamente aparentaba indolencia,
pero que tenía la sigilosa sexualidad de la víbora, lista para el salto
traicionero y mortal.
Porque
a medida que pasaba el tiempo y el examen se hacía más minucioso, sentía que
ella estaba en acecho, con esa virtud que tienen los felinos para controlar,
aun en la oscuridad, los más insignificantes movimientos de la presa, para
percibir rumores que para otros animales pasan inadvertidos, para calcular el
más ligero amago del adversario. Sus manos eran largas, como sus brazos y
piernas. Tenía un pelo muy renegrido y lacio, que le llegaba hasta los hombros,
que se desplazaba a cada movimiento que hacía con mórbida amortiguación. Fumaba
con chupadas lentísimas pero muy hondas. Había algo en su cara que producía
desazón, hasta que pudo entender que era causado por la excesiva separación de
sus ojos: grandes y rasgados, pero casi defectuosamente separados, lo que le
confería una especie de inhumana belleza. Sí, era evidente que ella también los
escrutaba, a través de sus párpados semicerrados, como somnolientos, en lentas
y disimuladas miradas de soslayo, que hacía como sin mirar, como si únicamente
levantase la vista del libro para pensar, o para ese abandonarse a las
corrientes profundas pero vagas a que uno se abandona cuando está leyendo un
texto que hace meditar en la propia existencia. Estiraba voluptuosamente las
piernas, echaba una desvaída ojeada sobre las otras gentes, pareciendo
detenerse un instante en S., para luego recogerse de nuevo en su impenetrable
universo gatoserpentoso.
Bruno
intuyó que una misteriosa sustancia había caído en el fondo de las aguas
profundas de su amigo y, desde allá abajo, mientras se disolvía, desprendía
miasmas que seguramente llegaban hasta su conciencia. Sensaciones muy oscuras,
pero que para él, para S., eran siempre anuncios de acontecimientos decisivos.
Y que producían un malestar, una incierta nerviosidad como la que sienten los
animales en el momento en que un eclipse se aproxima. Porque era inverosímil
que pudiese hacerlo de semejante modo, con los párpados caídos y esas largas
pestañas que debían de velarle aún más la poca luz de que disponía. Equívoca y
silenciosamente enviaba sus radiaciones sobre S., que más con su piel que con
su cabeza debería de estar percibiendo esa presencia, a través de miríadas de
infinitesimales receptores en el extremo de sus nervios, como esos sistemas de
radar que en las fronteras vigilan la llegada del enemigo. Señales que a través
de complicadas redes llegaban en esos momentos hasta sus vísceras, pero (lo
conocía demasiado) no sólo excitándolo sino alertándolo angustiosamente. Allí
podía verlo, como recogido en una sombría guarida, hasta que de pronto se
levantó, y sin saludarlo sólo dijo a manera de despedida:
-
Otro día hablaremos de lo que le dije por teléfono.
Ernesto Sábato
(Argentina, 1911-2011).
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