Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 1 de enero de 2016

Unicornios: LA PARADOJA DEL UNICORNIO, de Manuel de Lope

"El cuerno del unicornio ahora es colmillo de narval."

(Fragmento)

La realidad es opaca, decía Nabokov. La doble relación del hombre con el territorio de la realidad y con el territorio de la imaginación queda resumida en lo que llamaré la paradoja del unicornio. Durante muchos siglos aparecían en las playas nórdicas largos cuernos de marfil que en ocasiones alcanzaban dos o tres metros de envergadura, suavemente torneados, perfectos en su afilada forma. Eran tan apreciados que pasaban a ser propiedad de reyes y a formar parte del tesoro de las catedrales. Se dice que Carlos el Temerario, duque de Borgoña, llegó a pagar por uno de esos cuernos su peso en oro. Se le atribuían poderes mágicos. Su posesión era algo más que un emblema del lujo y del poder. Era el contacto con una joya inexplicable, ya que el origen de tales piezas resultaba misterioso. Se suponía  que pertenecía al unicornio, un caballo que llevaba un largo cuerno en la frente, animal tan tímido que nunca se dejaba ver. Junto con el león, el unicornio pasó a formar parte del escudo de Gran Bretaña, procedente de las armas de Escocia. Así pues, el unicornio habitaba un territorio desconocido, del que fácilmente pasaba al mundo de los símbolos. La heráldica de uno de los países más poderosos del planeta no dudaba en utilizar su impacto sobre la imaginación. Pero su anclaje con la realidad, con lo palpable, con las tres dimensiones del mundo físico, era evidente. Allí estaba el precioso cuerno para dar fe de la existencia del caballo. Así eran las cosas, y el unicornio siguió siendo uno de los motivos predilectos de la iconografía siempre que se quisiera representar lo sublime y las aspiraciones de perfección. Mientras tanto el caballo pastaba en sus bosques umbríos y acudía a morir a las playas. Sin dejarse ver.
 
Al siglo XIX, al que debemos la ciencia positiva y la literatura de tipo catastral, le debemos también haber revelado el secreto del unicornio. Sucedió que con el desarrollo de las artes de pesca, se descubrió en los mares fríos un nuevo cetáceo, uno de cuyos colmillos se desarrollaba desmesuradamente formando una especie de lanza de marfil. A este mamífero pariente de las ballenas se le llamó narval. Desde tan interesante descubrimiento sabemos que los cuernos de unicornio son en realidad colmillos de narval. El tímido caballo de los bosques se convierte científicamente en un cachalote odontoceto, un gran pez chato, no demasiado raro, tampoco abundante, una curiosidad de la naturaleza siempre debido al fascinante colmillo. Así quedaba el unicornio definitivamente anclado en la realidad.
 
Sin embargo, no por eso desaparece la imagen del caballo unicornio, que prosigue su existencia autónoma, simbólica, al tiempo que el narval inicia la suya, científica, numérica (se pueden estimar los ejemplares capturados, se les puede medir y pesar). El cuerno del unicornio ahora es colmillo de narval. De ser mercancía sagrada o real, los colmillos de narval han pasado a ser un estimado objeto de anticuario o de comerciante de curiosidades naturales. Ahora se puede contemplar un cuerno de unicornio en el tesoro de la catedral de Ratisbona y un colmillo de narval en la tienda de un comerciante de Portobello. Los dos ámbitos coexisten, el territorio imaginario y el territorio científico, el territorio simbólico y el territorio real.
 
Sin embargo, cuerno o colmillo, las cosas pueden apreciarse de otro modo. La obra de arte siguen siendo la inusitada pieza de marfil en nuestras manos. Poco le interesa al novelista trazar la frontera que la ciencia y la mitología trazan con tanta facilidad. El unicornio sigue en el escudo de Gran Bretaña y el narval retoza por esos mares. Para el escritor la realidad es opaca, decía Nabokov, a quien hemos citado antes. Mi ambición es describir al cetáceo con palabras de unicornio. Es una paradoja que el novelista asume probablemente porque le ha sido otorgado el don de no comprender y la curiosidad de querer saber más.
 
 
Manuel de Lope (España, 1949) 

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