El cambio que había comprobado al entrar le inquietó de nuevo. Miró con toda atención, y quedó estupefacto de no haberlo visto antes: una de sus pinturas taoístas «como un ensueño» y sus dos estatuas más bellas habían desaparecido. Encima de la mesa, una carta. Letra de Chpilewski. Lo adivinó. Pero no se atrevió a leer la carta. Chpilewski le había prevenido que Kyo estaba amenazado: si cometía la imprudencia de hablar de él, no podría por menos de contarlo todo. Cogió la carta y se la echó al bolsillo.
En cuanto hubieron salido, encontraron los autos blindados y los camiones llenos de soldados.
Clappique casi había recobrado su calma; para ocultar su turbación, a la cual no podía sustraerse aún, se hizo el loco, como de costumbre.
- Quisiera ser encantador y enviar al califa un unicornio (un unicornio le digo) que apareciese del color del sol, en el palacio, gritando: «¡Sabes, califa, que la primera sultana te engaña! ¡Ni una palabra!» ¡Yo mismo, de unicornio, estaría asombroso, con mi nariz! Y, por supuesto, no sería verdad. Diríase que nadie sabe cuán voluptuoso es vivir, con los ojos de un ser, otra vida distinta de la suya. De una mujer, sobre todo...
- ¿Qué mujer no está dotada de una falsa vida, por lo menos para cada uno de los hombres que se le han acercado en la calle?
André Malraux (Francia, 1901-1976)
(Traducido al español por César A. Comet)
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