Los tapices procedían de la abuela de su madre, que a su vez los había recibido de su propia madre, y esta de la suya hasta remontarse a una lejana reina de Sicilia que había sido quien los mandó tejer. Los unicornios eran criaturas extremadamente huidizas que raras veces se dejaban ver. Sin embargo, amaban a las doncellas y bastaba que vieran a una en el bosque para que la siguieran. Y cuando estas se sentaban a descansar, los unicornios se tumbaban a su lado y se quedaban dormidos sobre sus faldas. Y a aquella reina le gustaba esta historia por encima de todas y, siendo ya una anciana, mandó tejer los tapices e hizo que la doncella tuviera su propio rostro, como si fuera a ella a quien le había sucedido lo que allí se contaba. Quería que, a su muerte, los tapices pasaran a sus hijas y nietas, y que así todas las mujeres de su familia supieran que más allá de las cosas que las obligaban a vivir y hacer, había una vida distinta de la que apenas sabían nada y que era la única que importaba de verdad. A mi único deseo, estaba escrito en la tienda que la doncella levantaba en el bosque para recibir al unicornio.
- A lo mejor -le había dicho a Constanza su madre cuando esta era una niña y se detenían ante aquellos tapices-, cuando seas un poco mayor, a ti te pasa lo mismo y te encuentras en el bosque con una criatura así.
Gustavo Martín Garzo (España, 1948)
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