Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 28 de julio de 2017

Carnaval: CARTAS A POSEIDÓN, de Cees Nooteboom

"... mientras se dirigía a una fiesta un martes de Carnaval, perdió el habla y murió al cabo de un rato..."
 
Vidas
 
(Fragmento)

¿Cuándo existe una persona? Esa pregunta no vale para los dioses, claro está, pues, como afirma Hesíodo con rotundidad, la vida de los dioses es eterna. No, esta vez nos referimos a las personas, a los mortales, esas criaturas perecederas que viven más que las flores o los insectos pero menos que ciertas tortugas. La mayoría de personas ha existido porque ha vivido. Es decir, han existido para sí mismas o para su entorno, pero, una vez desaparecidas o fallecidas las personas de su entorno, por lo general ya nadie se acuerda de ellas. De momento no voy a entrar a valorar si eso importa o no. Recordemos a los sacerdotes de la antigüedad clásica, los prisioneros de los aztecas, los funcionarios egipcios, los cazadores austriacos del siglo XV, los misioneros de las colonias españolas, las víctimas de los terremotos, los soldados en la guerra de los bóers, miles de millones de personas de las que sabemos que han existido como especie, pero cuya existencia como personas ignoramos. ¿Importa eso? ¿Afecta eso en algo al valor de sus vidas? ¿Fueron sus vidas menos plenas porque nosotros las ignoremos, porque no conozcamos sus nombres ni sepamos dónde yacen enterradas? Para esas personas sólo existió su propia vida comprendida entre el nacimiento y la muerte, una existencia de felicidad o desventuras, azarosa o monótona, una vida que rozó los acontecimientos históricos o participó directamente en ellos. Puede que sus nombres no figuren en el libro de la Historia, que de todos modos se lee cada vez menos, y yo me pregunto de nuevo: ¿importa eso? ¿Importa que esas personas no hayan creado nada, no hayan escrito ningún libro o no hayan cometido un vil asesinato? No. Y, sin embargo, de ser eso cierto, ¿por qué me acuerdo hoy de una duquesa con joroba que era una gran bailarina? ¿De un marqués que era un sinvergüenza sin par? ¿De un pérfido duque que en el Pont Royal, mientras se dirigía a una fiesta un martes de Carnaval, perdió el habla y murió al cabo de un rato en su retrete, con la cara deformada por una mueca espantosa? ¿Cómo es posible esto? Es de noche, ya tarde. He abierto uno de los numerosos volúmenes de las Memorias del duque de Saint-Simon por una página cualquiera y he ido a parar a un año cualquiera, en este caso 1710: la vida en la corte de Luis XIV, la política internacional, las intrigas cortesanas, asuntos de poder y posición social. Chismorreos relatados con la pluma inmisericorde del duque, que en un par de líneas es capaz de hacer un retrato despiadado de las personas, rescatándolas así de la oscuridad del olvido e infundiéndoles vida. Tres personas que murieron sucesivamente en poco tiempo y que él recuerda con unos cuantos trazos de su pluma.

Cees Nooteboom (Holanda, 1933).

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