La época del Carnaval ha pasado. El carnaval parece que parodiaba en el mundo moderno la costumbre que en el antiguo permitía á los esclavos en ciertos días del año jugar a los señores y tomarse con éstos todo género de libertades y aun de licencias. En la Venecia de los tenebrosos Consejos, de los Palomos y del puente de los Suspiros, en la Roma de los Borgias, en cualquiera parte donde el pueblo ha vivido sujeto por una mano de hierro á un poder más ó menos tiránico, se comprendía esta periódica explosión de libertad y de locura. La política y el amor pedían prestado su traje á Arlequín, y al alegre ruido de los cascabeles del cetro del bufón, urdían la trama de su novela sangrienta ó sentimental. La aparente rigidez de las costumbres, el aislamiento del hogar, el carácter propio de la época, hacían necesarias esas noches de luna velada por nubes, de rostros ocultos con antifaces, de algazara popular y de misterios, en el Corso y en Rialto.
En este siglo de meetings y de comités, de Teatro Real y de temporada de baños, en este siglo de periódicos y de soirées, de Congreso y de Fuente Castellana, de paseos matinales y de conciertos nocturnos; en que durante el año cada cual es tan extravagante como le parece, se viste con el mamarracho que mejor se le antoja y hace en todos sentidos el más libre uso de su autonomía, ¿qué objeto tiene el Carnaval? ¿Qué nos dirá hoy una mujer en el baile por debajo de la flotante barba de su careta de raso, que no nos lo haya dicho otra ayer en un palco de la ópera por entre las doradas varillas de su abanico de plumas? ¿A qué no nos atreveremos en el bullicio de la orgía, con la cara tapada, que no nos hayamos atrevido en el silencio del perfumado bodoir con la cara descubierta? Para desenvolverse, para conspirar o para lanzarse ¿necesita por ventura alguna idea del discreto antifaz o del misterioso dominó?
La política y el amor han tirado ya los andadores; la Revolución y el cancán se pasean de la mano por la plaza y salones públicos: el Carnaval no tiene razón de ser, y sin embargo existe. Como las wills, esas fantásticas apasionadas de la danza, se levantan al filo de la media noche para bailar en silenciosa ronda en derredor de los sepulcros, el Carnaval sale todos los años de su tumba envuelto en su haraposo sudario, hace media docena de piruetas en Capellanes, en el Prado y el Canal y desaparece. Sus escasos prosélitos se agitan durante esos días guiados por intereses distintos; para éstos el Carnaval es una cuestión de toilette; para aquéllos una especulación; para los otros una borrachera con el derecho de pasearla al aire libre. Vamos a decir no más que cuatro palabras sobre cada uno de estos tres grupos en que pueden subdividirse los que toman aún parte en el Carnaval de Madrid.
Gustavo Adolfo Bécquer (España, 1836-1870).
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