(Fragmento)
Bien puede decirse que Londres entero lloraba. Es
cierto que no había enlutados en las calles, porque nadie se vestía de negro ni
guardaba duelo formal ni siquiera por los amigos más íntimos; pero sin duda se
oía en las calles la voz de los dolientes. Los gritos de mujeres y niños en las
ventanas o puertas de las casas donde sus parientes más queridos estaban
agonizando o ya muertos se escuchaban con tanta frecuencia que bastaban para
traspasar el corazón más firme del mundo. Las lágrimas y los lamentos se oían
casi en cada casa, en especial durante los primeros tiempos de la epidemia,
porque durante los últimos los corazones estaban endurecidos y la muerte se
había convertido en una visión tan habitual, que a nadie le importaba demasiado
la pérdida de un amigo, ante la expectativa de correr idéntica suerte en
cualquier momento.
Pero debo volver al comienzo de esta época sorprendente. Cuando el temor de la gente aún era joven, se vio acrecentado de modo extraño por varios raros accidentes. Si se los considera en su conjunto, resulta pasmoso que todo el pueblo no se alzara como un solo hombre para abandonar su morada, dejando el lugar como a un espacio de tierra señalado por el Cielo para la radicación de un Aceldamá* que sería borrado de la faz del planeta, y en el que todo lo que allí se encontrara perecería. Mencionaré sólo algunas de esas cosas, aunque fueron tantos los brujos y los bellacos que las propagaban, que con frecuencia me asombré de que existiera alguien (especialmente entre las mujeres) que no las tuviera en cuenta.
En primer lugar, una estrella flamígera
o cometa apareció varios meses antes de la epidemia, como había sucedido antes
del año del fuego. Las viejas y los hipocondríacos flemáticos del sexo opuesto,
a quienes casi podría llamar también viejas, señalaron (en particular después
de los acontecimientos) que esos cometas pasaron directamente sobre la City y
tan cerca de las casas, que claramente significaban algo que concernía a la
City sola; que el cometa anterior a la pestilencia era lánguido, de desvaído
color y movimiento muy pesado, solemne y lento, pero que el anterior al
incendio era rutilante o, como dijeron otros, llameante, y su movimiento era
furioso y veloz. De acuerdo con estos detalles -afirmaban- uno predecía una
pesada sentencia, pausada pero severa, terrible y aterradora como la peste,
mientras el otro predecía un golpe fulminante, súbito, veloz y frío como la
conflagración. Más aún: algunas personas imaginaron que al mirar el cometa que
precedió al fuego, no sólo lo vieron pasar rápida y furiosamente, y que podían
percibir el movimiento con sus ojos, sino que hasta lo habían escuchado: hacía
un ruido estrepitoso, feroz y terrible, aunque distante.
Yo vi ambos astros y
-debo confesarlo- tenía muchas de las ideas comunes sobre esos asuntos en mi
cabeza, de modo que fui capaz de ver en ellas los presagios y advertencias del
juicio de Dios. Especialmente cuando tras la catástrofe que siguió a la primera
vi otra de la misma clase, no pude sino pensar que Dios todavía no había
azotado bastante a la City.
Sin embargo, yo no pude llevar las cosas tan lejos como otros, porque también sabía que los astrónomos asignan causas naturales a tales fenómenos y que sus movimientos y hasta sus revoluciones son calculados, o se los pretende calcular, de modo que no es posible llamarlos presagios o predicciones, y mucho menos procuradores de sucesos tales como la pestilencia, la guerra, el fuego y otras calami- dades.
Sin embargo, yo no pude llevar las cosas tan lejos como otros, porque también sabía que los astrónomos asignan causas naturales a tales fenómenos y que sus movimientos y hasta sus revoluciones son calculados, o se los pretende calcular, de modo que no es posible llamarlos presagios o predicciones, y mucho menos procuradores de sucesos tales como la pestilencia, la guerra, el fuego y otras calami- dades.
Daniel Defoe (Inglaterra, 1660-1731).
* Campo próximo a Jerusalén, comprado por Judas con el dinero que le pagaron por vender a Jesús.
Significa, en hebreo, campo de la sangre.
* Campo próximo a Jerusalén, comprado por Judas con el dinero que le pagaron por vender a Jesús.
Significa, en hebreo, campo de la sangre.
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