Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 25 de abril de 2020

Epidemias: DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE, de Daniel Defoe

"Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa..."

(Fragmento)

Bien puede decirse que Londres entero lloraba. Es cierto que no había enlutados en las calles, porque nadie se vestía de negro ni guardaba duelo formal ni siquiera por los amigos más íntimos; pero sin duda se oía en las calles la voz de los dolientes. Los gritos de mujeres y niños en las ventanas o puertas de las casas donde sus parientes más queridos estaban agonizando o ya muertos se escuchaban con tanta frecuencia que bastaban para traspasar el corazón más firme del mundo. Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa, en especial durante los primeros tiempos de la epidemia, porque durante los últimos los corazones estaban endurecidos y la muerte se había convertido en una visión tan habitual, que a nadie le importaba demasiado la pérdida de un amigo, ante la expectativa de correr idéntica suerte en cualquier momento.

Pero debo volver al comienzo de esta época sorprendente. Cuando el temor de la gente aún era joven, se vio acrecentado de modo extraño por varios raros accidentes. Si se los considera en su conjunto, resulta pasmoso que todo el pueblo no se alzara como un solo hombre para abandonar su morada, dejando el lugar como a un espacio de tierra señalado por el Cielo para la radicación de un Aceldamá* que sería borrado de la faz del planeta, y en el que todo lo que allí se encontrara perecería. Mencionaré sólo algunas de esas cosas, aunque fueron tantos los brujos y los bellacos que las propagaban, que con frecuencia me asombré de que existiera alguien (especialmente entre las mujeres) que no las tuviera en cuenta.

En primer lugar, una estrella flamígera o cometa apareció varios meses antes de la epidemia, como había sucedido antes del año del fuego. Las viejas y los hipocondríacos flemáticos del sexo opuesto, a quienes casi podría llamar también viejas, señalaron (en particular después de los acontecimientos) que esos cometas pasaron directamente sobre la City y tan cerca de las casas, que claramente significaban algo que concernía a la City sola; que el cometa anterior a la pestilencia era lánguido, de desvaído color y movimiento muy pesado, solemne y lento, pero que el anterior al incendio era rutilante o, como dijeron otros, llameante, y su movimiento era furioso y veloz. De acuerdo con estos detalles -afirmaban- uno predecía una pesada sentencia, pausada pero severa, terrible y aterradora como la peste, mientras el otro predecía un golpe fulminante, súbito, veloz y frío como la conflagración. Más aún: algunas personas imaginaron que al mirar el cometa que precedió al fuego, no sólo lo vieron pasar rápida y furiosamente, y que podían percibir el movimiento con sus ojos, sino que hasta lo habían escuchado: hacía un ruido estrepitoso, feroz y terrible, aunque distante.

Yo vi ambos astros y -debo confesarlo- tenía muchas de las ideas comunes sobre esos asuntos en mi cabeza, de modo que fui capaz de ver en ellas los presagios y advertencias del juicio de Dios. Especialmente cuando tras la catástrofe que siguió a la primera vi otra de la misma clase, no pude sino pensar que Dios todavía no había azotado bastante a la City.

Sin embargo, yo no pude llevar las cosas tan lejos como otros, porque también sabía que los astrónomos asignan causas naturales a tales fenómenos y que sus movimientos y hasta sus revoluciones son calculados, o se los pretende calcular, de modo que no es posible llamarlos presagios o predicciones, y mucho menos procuradores de sucesos tales como la pestilencia, la guerra, el fuego y otras calami- dades.

Daniel Defoe (Inglaterra, 1660-1731).

* Campo próximo a Jerusalén, comprado por Judas con el dinero que le pagaron por vender a Jesús.
Significa, en hebreo, campo de la sangre.

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