"... y yo me retiré (…) por entre un laberinto de trenzas de todas clases."
(Fragmento)
Sin saber lo que hacía entré en aquel museo de las modernas Eponinas. Desde la conquista de los romanos se acostumbraron las
mujeres de las Galias a vender sus rubias trenzas a frentes menos favorecidas
por la naturaleza; y hoy todavía se las cortan mis paisanas de Bretaña en
ciertos días de feria, trocando el natural velo de su cabeza por un pañuelo de
las Indias. Me dirigí a un seco individuo que estaba tejiendo una peluca con un
peine de hierro, y le pregunté: «Caballero, ¿podría saber si ha comprado usted el
pelo de una joven que era costurera y vivía junto al puentecillo en la tienda
de los Dos Ángeles?» El hombre se quedó embobado sin saber qué contestar, y yo me retiré, pidiéndole mil perdones, por entre un laberinto de trenzas de todas clases.
Discurrí en seguida de puerta en puerta; pero no aparecía ninguna costurera de veinte años que me hiciera grandes reverencias; ni había tal mujer franca, desinteresada y cariñosa, peinada ya para acostarse y vestida sólo con una finísima camisa, refajo de bayeta verde, chapines y bata. Una vieja mal hablada, a quien faltaban pocos días para bajar al seno de la tierra a reunirse con sus perdidos dientes, alzó contra mí su muleta; quizás sería la tía del cuento.
¡Qué aventura tan bella es la de Bassompierre! No debe perderse de vista una de las razones que más le favorecieron para inspirar una pasión tan decidida. Por aquella época se dividían todavía los franceses en dos clases muy marcadas; una dominante, otra casi condenada a la condición de sierva. La humilde modista estrechaba a Bassompierre entre sus brazos, como una esclava al semidiós que se digna descender hasta su seno. Él la rodeaba con el prestigio de su gloria, y las francesas son las únicas mujeres del mundo sobre quienes esta ilusión ejerce su fascinante influjo.
Pero, ¿quién podría revelarnos las causas de aquella catástrofe? ¿Era el cuerpo de la linda niña de los Dos Ángeles el que yacía sobre la mesa al lado de otro cadáver? ¿Qué cadáver era este? ¿Pertenecía al marido o al hombre cuya voz oyó Bassompierre? ¿Había entrado la peste (porque a la sazón había peste en París), o tal vez los celos antes que el amor en la calle del Bourg-l'Abbé? Gran campo ofrece a la imaginación semejante asunto. Combínense las invenciones del poeta con un coro popular, con los sepultureros o cuervos, que de pronto aparecen, y con la espada de Bassompierre, y saldrá de esta aventura un magnífico melodrama.
François René vizconde de Chateaubriand (Francia, 1768-1848).
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