"Subamos unos pasos más arriba hacia aquella roca, y descansemos allí de nuestro paseo."
Ante la puerta de la ciudad
(Fragmento)
Un viejo
aldeano: Bello es
de su parte, señor doctor, el no desdeñarnos en el día de hoy y pasear entre
este numeroso gentío, siendo usted un sabio tan eminente. Acepte, pues, el más
lindo jarro, que hemos llenado de fresca bebida. Se lo presento deseando
vivamente que no sólo apague su sed, sino también que cada gota que contiene
sea un día más añadido a los de su existencia.
Fausto: Acepto esa refrescante bebida, y la retribuyo con ¡salud! y ¡gracias! a todos.
La gente se reúne alrededor, formando un círculo.
Un viejo aldeano: Muy bien hizo usted en dejarse ver por aquí en un día alegre, ya que en otro tiempo y en calamitosos días se mostró usted con nosotros muy benévolo. Más de uno hay aquí lleno de vida, a quien su padre arrancó por fin al ardiente furor de la fiebre cuando puso término a la pestilencia. Y usted también, joven como era entonces, acudía a todas las casas donde había enfermos; se llevaban no pocos cadáveres, pero usted salía de allí sano y salvo. Había soportado muchas duras pruebas; a nuestro salvador salvó el Salvador de lo alto.
Todos: ¡Salud al hombre acrisolado, para que nos pueda ayudar aún largo tiempo!
Fausto: Prostérnense ante Aquel de las alturas, que enseña a socorrer y envía el socorro.
Se aleja con Wagner.
Wagner: ¡Qué impresión debes sentir, gran hombre, ante el respeto de esa multitud! ¡Ah! ¡Dichoso quien puede sacar tal fruto de sus dotes! El padre te muestra a su hijo; todo el mundo pregunta, se estruja y acude presuroso; enmudece el violín; se para el que está bailando. Echas a andar, y se colocan ellos en fila, vuelan los gorros por el aire, y poco falta para que se doblen las rodillas cual si pasara el Santísimo Sacramento.
Fausto:
Subamos unos pasos más arriba hacia aquella roca, y descansemos allí de nuestro
paseo. ¡Cuántas veces solo, pensativo y mortificado por la oración y el ayuno,
vine a sentarme en este mismo sitio! Rico de esperanzas, firme en la fe,
imaginaba yo arrancar del Señor de los cielos, a fuerza de lágrimas, suspiros y
retorcimientos de manos, el término de aquel contagio. Las aclamaciones de la
multitud resuenan ahora en mis oídos como un sarcasmo cruel. ¡Oh! Si pudieras
leer en mi interior, verías cuán poco merecimos tal gloria el padre y el hijo.
Era mi padre un oscuro hombre honrado, que de buena fe, pero a su manera, se metió
a discurrir con afán quimérico sobre la Naturaleza y sus sagrados círculos.
Acompañado de algunos adeptos se encerraba en la negra cocina, y allí, con
arreglo a recetas sin fin, operaba la trasfusión de los contrarios. Un león rojo,
audaz pretendiente, era allí casado con la azucena en el baño tibio, y después,
con flameante fuego descubierto, ambos eran torturados de una a otra cámara
nupcial. Tras esto, aparecía en el vaso la joven reina con variados colores, y
quedaba hecho el remedio. Morían los enfermos, sin que nadie se cuidara de
inquirir quién sanaba. Así es que con nuestros electuarios infernales causamos
en estos valles y montes más estragos que la peste misma. Con mis propias manos
administré el tósigo a millares de pacientes; sucumbían los infelices, y yo
debo vivir aún para escuchar los elogios que se tributan a los temerarios
asesinos.
Wagner: Pero ¿es posible que usted se inquiete por ello? ¿No hace
acaso bastante el hombre honrado que con toda conciencia y puntualidad ejerce
el arte que se le trasmitió? Si de joven honras a tu padre, aprenderás de él
con gusto; si una vez hombre acrecientas el caudal del saber, tu hijo puede
alcanzar una meta más elevada.
Johann Wolfgang von Goethe (Alemania, 1749-1832).
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