Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 28 de abril de 2020

Epidemias: EL PERIQUILLO SARNIENTO, de José Joaquin Fernández de Lizardi

"... por obra de Dios iba yo en mi mula, no en la mía sino en la del doctor Purgante..."

Capítulo IV:

En el que nuestro Perico cuenta cómo concluyó el cura su sermón; la mala mano que tuvo en una peste y el endiablado modo con que salió del pueblo, tratándose en dicho capítulo por vía de intermedio algunas materias curiosas.

(Fragmento)

Así pasé otros pocos meses más (que por todos serían quince o diez y seis los que estuve en Tula) hasta que acaeció en aquel pueblo por mal de mis pecados una peste del diablo que jamás supe comprender, porque les acometía a los enfermos una fiebre repentina, acompañada de basca y delirio, y en cuatro o cinco días tronaban.

Yo leía el Tissot, a madama Fouquet, Gregorio López, al Buchan, el Vanegas y cuantos compendistas tenía a la mano; pero nada me valía, los enfermos morían a millaradas.

Por fin, y para colmo de mis desgracias, según el sistema del doctor Purgante di en hacer evacuar a los enfermos el humor pecante, y para esto me valí de los purgantes más feroces, y viendo que con ellos sólo morían los pobres extenuados, quise matarlos con cólicos que llaman misereres, o de una vez envenenados.

Para esto les daba más que regulares dosis de tártaro emético, hasta en cantidad de doce granos, con lo que expiraban los enfermos con terribles ansias.

Por mis pecados, me tocó hacer esta suerte con la señora gobernadora de los indios. Le di el tártaro, expiró, y a otro día que iba yo a ver cómo se sentía, hallé la casa inundada de indios, indias e inditos, que todos lloraban a la par.

Fui entrando tan tonto como sinvergüenza. Es de advertir que por obra de Dios iba en mi mula, pues, no en la mía sino en la del doctor Purgante; pero ello es que, apenas me vieron los dolientes, cuando, comenzando por un murmullo de voces, se levantó contra mí tan furioso torbellino de gritos, llamándome ladrón y matador, que ya no me la podía acabar; y más cuando el pueblo todo, que allí estaba junto, rompiendo los diques de la moderación y dejándose de lágrimas y vituperios, comenzó a levantar piedras y a disparármelas infinitamente y con gran tino y vocería, diciéndome en su lengua: maldito seas, médico del diablo, que llevas trazas de acabar con todo el pueblo.

José Joaquín Fernández de Lizardi (México, 1776-1827).

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