"Si alguien ha de juzgar a Bahía por el carnaval, ni puede dejar de ponerla a la par de África..."
(Fragmento)
Donde
se da cuenta de carnavales, peleas callejeras y otros hechizos, con mulatas,
negras y una sueca (que en realidad era finlandesa)
En 1903, trece
afoxés de negros y mulatos hicieron
retumbar los aires con sus portentosos cortejos («Rompieron el desfile
atronando el aire con estridentes notas de sus instrumentos, dos clarines, los
que visten lindos vestidos de Túnez como prueba de que la civilización no es
una utopía en el continente negro como sostienen los maldicientes»; así
comenzaba el manifiesto al pueblo de uno de los afoxés). Luego del carnaval, el periodista se cubrió la cabeza de
ceniza y vergüenza: «Si alguien ha de juzgar a Bahía por el carnaval, no puede
dejar de ponerla a la par del África y, considérese, para nuestra vergüenza,
que se halla aquí hospedada una comisión de sabios austríacos, quienes
naturalmente, ofendidos por el bochorno, van registrando estos casos para
difundirlos en los diarios de la culta Europa».
¿Dónde estaba la policía?, ¿qué
hacía «para demostrar que en esta tierra existe la civilización?» De continuar
la escandalosa exhibición del África: las orquestas de atabaques, las alas de mestizas y de todos los grados de mestizaje
–desde las opulentas criollas hasta las elegantes mulatas blancas, el samba
embriagador, ese encantamiento, ese sortilegio, ese hechizo, ¿dónde irá a parar
entonces nuestra latinidad? Pues somos latinos, lo saben bien, y, si lo
ignoran, lo van a aprender a costa de yugo y de golpes.
Finalmente, la policía
reaccionó en defensa de la civilización y la moral, de la familia, del orden,
del régimen, de la sociedad amenazada y de las Grandes Sociedades, con sus
carros y sus graciosos desfiles de élite; se prohibieron los afoxés, el
batuque, la samba, la exhibición de clubes de costumbres africanas.
Por fin, mejor
tarde que nunca. Ahora pueden desembarcar sabios austríacos, alemanes, belgas,
franceses, o de la rubia Albión. Ahora, sí pueden venir.
Pero quien llegó fue
Kirsi, la sueca, que, por otra parte, corríjase pronto, no era sueca como todos
pensaban, decían y terminó por ser; y sí finlandesa de trigo y de asombro.
Poseída por el miedo y la lluvia, en la puerta del Mercado do Ouro, en la
mañana del miércoles de ceniza, ofrecía una mueca de terror y los ojos de azul
infinito.
Pedro Archanjo se levantó de la mesa de cuscús y ñame, sonrió con los
labios amplios, se dirigió a ella con paso directo y firme, como si lo hubieran
designado para recibirla, y le extendió la mano:- Véngase a tomar café.
Jamás se
supo si comprendió o no la matinal invitación, pero la aceptó; se sentó a la
mesa del puesto de Terência y golosamente devoró mandioca, ñame, torta de puba, cuscús de tapioca.
La impetuosa Ivone rumió sus celos en la tienda de Miro, murmurando insultos:
«Cucaracha descarada». Terência posó sus ojos tristes sobre la mesa, quién sabe
si no más tristes. La invitada, harta de comer, dijo una palabra y se rió en
dirección a todos. El moleque Damião, hasta allí en silencio y de pie al fondo,
se entregó finalmente y también se rió:
- Blanca más blanca, de albayalde.
- Es
sueca -aclaró Manoel de Praxedes, que acababa de llegar por un café y un
trago-. Saltó del barco sueco, ese carguero que está recibiendo madera y
azúcar, vino en el mismo remolcador que yo -Manoel de Praxedes trabajaba en la
carga y descarga de barcos-. De vez en cuando una mujer rica y loca se embarca
para conocer el mundo.
No tenía cara de rica ni de loca; por lo menos allí, en
el puesto, todavía mojada, los cabellos pegados al rostro, tan inocente y
frágil. Dulce niña.
- El barco sale a las tres, pero ella sabe que tiene que
embarcarse antes. Cuando bajé, vi que el comandante conversaba con ella.
Tocándose
el pecho con el dedo, dijo:
- Kirsi –y lo repitió estirando las sílabas.
Ella se
llama Kirsi –comprendió Archanjo y pronunció-: Kirsi.
La sueca batió palmas con
alegre aprobación, y le tocó el pecho a Archanjo, preguntándole algo en su
lengua. Manoel de Praxedes desafió:
- Descifre la charada, vamos, mi compadre
sabihondo.
- Pues ya la descifré. Me llamo Pedro –respondió
dirigiéndose a la muchacha; había adivinado la pregunta y, repitiendo lo que
había hecho la gringa, le contestó-: Pedro, Pedro, Pedro Archanjo, Ojuobá.
- Oju,
Oju –lo llamó ella.
Era el miércoles de ceniza.
Jorge Amado (Brasil, 1912-2001).
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