(Fragmento)
Perucho enciende por tercera vez su tabaco. Es una mañana pesada, sin ruidos, quieta como un líquido transparente en completo reposo. Las ocho mesas del saloncito permanecen vacías y el piso, que ha sido lustrado con empeño, luce todavía húmedo y brillante. Un escueto adorno de carnaval enlaza las columnas con tiras de papel entorchado y algunas máscaras de pasta, frías y tristonas, que cuelgan del techo. Perucho mira con una mueca inamistosa la brasa tapiada de ceniza; sorbe y escupe al piso después de carraspear acremente. El isleño se mantiene aferrado a las palancas de la cafetera, y por su boca entreabierta, recorrida por un imperceptible temblor, se cuela un canto tenue, un falsete aniñado que no obstante flota con toda nitidez en el silencio y parece que viniera de muy lejos.
En la puerta apareció la mujer con su cartera negra bajo el brazo. Ahora lucía una piel limpia y desteñida a la manera de una tela vieja recién lavada; también se había peinado con cierta coquetería dulzona, esponjando sus secos cabellos sobre la frente. Sonrió a medida que se aproximaba al mostrador, y su andar aparentaba cierta livian- dad, una tensión entrecortada o reprimida. El isleño se dedicó a observarla fijamente, mientras ella venía a recostarse al mostrador.
- Buenos días -dijo.
No hubo respuesta. Tal vez Perucho quiso decir algo, pero se limitó a morder de nuevo su tabaco. Eran las diez de la mañana y la actividad normal del Miércoles de Ceniza no había cobrado todavía suficiente vigor; ella era la primera en entrar esa mañana, y se quedó allí un buen rato sin decir palabra, aunque a veces parecía volver a sonreír con una flexión de las comisuras. Ese gesto podía ser involuntario, pues lo repitió siempre en forma idéntica. Pronto empezarían a bajar de las oficinas. Entonces la mujer se despegó del mostrador y se dejó llevar hacia la puerta con su andar pau- sado y flotante que se apoyaba en un suave arrastrar de tacones.
Salvador Garmendia (Venezuela, 1928-2001).
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