(Fragmento de la cuarta estancia. Babel: el día del juicio)
Suspiros, sollozos contenidos. Los circunstantes repasan historias, recuerdos del finado. Las mujeres hacen salir de la pieza a doña Amandita, con la obsesión del refrán. De pie, impasible, con ceño duro, las manos en puño, Plácida se halla presente. Golpea, entra el aire de tormenta. Llegan los bramidos de las reses, los ladridos de los perros. Entre todos, resuena el bramido del toro semental. Aumentan las velas encendidas, el murmullo de rezos.
- Cierto. Así es. Pero yo tenía mi moral con sus principios, según los que creí obrar bien. Desde luego a ninguna engañé y a todas les cumplí, sobre ser verdad aquello de que al cabo cuando ellas quieren solitas se dan lugar. Yo las cuidé, fui riguroso con ellas y huí siempre de puerta abierta, perro guzgo y mujer deshonesta. Las hice aprender su catecismo para que luego lo inculcaran a las criaturas. Las obligué a cumplir aquello de que la vergüenza en la mujer se conoce en el vestir. Lo reconozco: es de lo que más me gustaba en la vida, lo que del mundo me hacia gozar más, contemplándolas, queriéndolas a montones, como se quieren las flores, que no basta una, porque otras tienen colores, gracias, olores que le faltan a la primera, y en esto no veía cosa mala, porque para mí todas eran hechura de Dios, como los pájaros que pueden juntarse dentro de la misma jaula, o las dichas flores, para componer bonitos ramos que yo he visto en los altares; para mí eran las mejores hechuras de la creación; casi veía en ellas a los ángeles, o por lo menos una especie de aves venidas del paraíso, tan chulas, tan llenas de misterio, que nunca me cansaba de verlas y buscarlas; no, nunca, ni cuando me salían ingratas, ni cuando ya no pude con mis años; seguí contemplándolas como el regalo más precioso que Dios hizo a los hombres. Oí, sí, pero nunca se convenció mi naturaleza de que fuera pecado; en lo más hondo de mí escuchaba el mandato de andar sin cansancio tras ellas; ¿cómo pudo engañarme una razón tan constante, tan de acuerdo con mis mejores impulsos? Por otra parte, lo veía en los animales, criaturas, al fin, como nosotros, con iguales instintos, que obedecían alegremente, del modo más natural, sin hipocresías, el mandato del Padre Eterno: crezcan y multiplíquense, conforme lo aprendí en pastorelas y sermones. Yo me multipliqué, sin miedo a cargarme de familia y de responsabilidades; en eso gasté fuerzas y vigilias; por eso hice mucho de lo que se me acusa: revolver razas, apartar influencias, escoger productos; me propuse formar una Casa Grande, poderosa, que nadie pudiera destruir. Hice todo lo posible. No es mi culpa, sino de mi rudeza y cortos alcances el haber errado. A ninguna de mis crías desamparé, por indignos que los considerara; no más no les concedí lugar que no merecían o en el que yo tanteaba que no podrían servir, según mi ley de actos. Dios humilló la soberbia o la flaqueza de mis juicios; aunque barajando despacio el asunto, me asisten dudas de ser yo el responsable, porque los muchachos ya son grandes, saben lo que hacen, no soy dueño de su voluntad ni de sus acciones, por más que lo quisiera; sería tanto como culpar a Dios de las barrabasadas de los cristianos, como mis paisanos creen; y precisamente porque nunca estuve de acuerdo en echarle la culpa de nuestra pereza, vicios y demás, labré fama de deslenguado y hereje; o por dichos guasones, como los de pedir prestado ni a Dios, y regalado ni al diablo -¿qué le debo al sol con que me haya calentado? -algo es algo, dijo el diablo, y se cargó a un obispo -a mí no me tizna el cura ni en miércoles de ceniza -a lo dado hasta los obispos trotan -¿qué ha de dar San Sebastián cuando ni calzones tiene?; en cambio, repetía y cumplía otros de buenas enseñanzas: delante de los muchachos, persignarse bien y no equivocarse -porque son muchos los diablos y poca el agua bendita, hay que acarrear más -con muchas gotas de cera se forma el cirio pascual -para todo alcanza el tiempo sabiéndolo aprovechar. Yo tenía buenas intenciones…
Agustín Yáñez (México, 1904-1980).
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