(Fragmento)
La Iglesia unida era la más moderna, grande y próspera de Jubilee. Había recibido en su seno a todos los ex metodistas y congregacionalistas así como a un buen número de presbiterianos (que era lo que había sido la familia de mi padre) en la época de la unión de las iglesias. En la ciudad había cuatro iglesias más, pero todas eran pequeñas y relativamente pobres, y al lado de la iglesia unida, todas se habían ido hacia los extremos. La iglesia católica era la más extremista. Blanca y de madera, con una sencilla cruz misionera, se erguía sobre una colina en el extremo septentrional de la ciudad y ofrecía a los católicos servicios tan extraños y misteriosos como los hindúes, con sus ídolos, sus confesiones y los tiznones negros del Miércoles de Ceniza. En el colegio los católicos formaban una tribu pequeña pero no amedrentada, eran de procedencia irlandesa en su mayoría, y no se quedaban en la clase de educación religiosa, sino que se les permitía bajar al sótano, donde golpeaban las tuberías. Costaba relacionar su mero gamberrismo con su fe exótica y peligrosa. Las tías de mi padre, mis tías abuelas, vivían delante de la iglesia católica y solían bromear sobre lo de «entrar un momentito para hacer una pequeña confesión», pero sabían, y podían contarte, todo lo que había detrás de las bromas: los esqueletos de recién nacidos y las monjas estranguladas debajo de los suelos de los conventos, sí, y los sacerdotes gordos, las amantes y los ex papas negros. Era cierto, tenían libros que hablaban de ello. Todo era verdad. Como los irlandeses del colegio, el edificio en sí parecía poco apropiado; demasiado desnudo, ordinario y sencillo para estar relacio- nado con tanta voluptuosidad y escándalo.
Alice Munro (Canadá, 1931). Obtuvo el premio Nobel en 2013.
(Traducido al español por Aurora Echevarría Pérez).
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