"El doctor tomó una vela y acercó su luz vacilante al rostro de la enferma."
(Fragmento XXII: Black conduce al caballero)
- ¡Diantre de perro! ¿Por qué ha huido de mi casa? ¿Qué más quería? Comía bien, dormía sobre una hermosa piel de lobo, suave y blanda a pedir de boca. ¡Vaya una idea que ha tenido al echar de menos este triste chiribitil! ¡Ah! razón tenía yo en maldecir y huir de toda clase de afectos. Sin la que has conservado por tu ama, tonto -y diciendo esto miraba a Black con indecible ternura-... a estas horas estaríamos muy tranquilos, muy contentos en nuestro jardincito; tú saltarías por el césped, y yo podaría mis rosales, que bien lo necesitan... ¡Y este maldito carbón que no se enciende! Nunca acabará de encenderse ¡Voto a sanes! Si al menos hubiese encontrado a alguien en esta casa, habría hecho cuidar a esta joven. El dinero me hubiera ahorrado esta ingrata faena; yo hubiera dado de mil amores cuanto me hubiese pedido. Y francamente, ¿no hubiera sido igual?
- No, caballero -dijo una voz detrás de La Graverie-, no hubiera sido igual, y lo verá si tenemos la dicha de salvar a la enferma por quien se interesa.
- ¡Ah, es usted, doctor! -dijo el caballero que se había estremecido a las primeras palabras pronunciadas por la voz, pero que luego de volver la cabeza se había encontrado con el rostro simpático y grave del médico-; a usted se lo puedo confesar, los enfermos me espantan y las enfermedades me horripilan.
- Así será mayor el mérito y la satisfacción de su conciencia -respondió el médico-; además, créame, uno se acostumbra a todo, y si cuidara diez enfermedades como esta, no desearía otra profesión. ¿Y dónde está la enferma?
- No, caballero -dijo una voz detrás de La Graverie-, no hubiera sido igual, y lo verá si tenemos la dicha de salvar a la enferma por quien se interesa.
- ¡Ah, es usted, doctor! -dijo el caballero que se había estremecido a las primeras palabras pronunciadas por la voz, pero que luego de volver la cabeza se había encontrado con el rostro simpático y grave del médico-; a usted se lo puedo confesar, los enfermos me espantan y las enfermedades me horripilan.
- Así será mayor el mérito y la satisfacción de su conciencia -respondió el médico-; además, créame, uno se acostumbra a todo, y si cuidara diez enfermedades como esta, no desearía otra profesión. ¿Y dónde está la enferma?
- Aquí -dijo el caballero mostrando la cama.
El doctor se acercó a la joven; pero al verlo Black, dio un ladrido amenazador.
- Ea, Black, ea, querido -dijo el caballero-; ¿qué significa eso?
Y tranquilizó al perro acariciándole.
El doctor tomó una vela y acercó su luz vacilante al rostro de la enferma.
- ¡Tate! -dijo-, ya lo sospechaba; pero no creía el caso tan grave.
- ¿Qué mal tiene? -preguntó Deodato.
- ¿Qué mal? El cólera morbo, el verdadero cólera morbo, ¡el cólera asiático con toda su energía!
- ¡Voto a sanes! -exclamó el caballero y corrió hacia la escalera. Pero antes de llegar a la puerta le flaquearon las piernas y cayó sobre un escabel.
- ¿Qué le pasa, caballero? -preguntó el doctor.
- El cólera morbo -repetía éste sin aliento para respirar y sin fuerzas para levantarse-, ¡el cólera morbo! ¿Y es contagioso el cólera morbo, doctor?
- Unos dicen endémico, otros contagioso; no estamos acordes sobre este punto.
- ¿Cuál es su opinión? -preguntó Deodato.
- Yo opino que es contagioso -respondió el doctor-, pero no pensemos en eso por ahora.
- ¿Cómo que no pensemos en eso? Pues créame, doctor, que yo no pienso en otra cosa.
Y, en efecto, el caballero estaba pálido como un muerto; gruesas gotas de sudor corrían por su frente, y sus dientes chocaban unos con otros.
Alexandre Dumas (Francia, 1802-1870).
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