"Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros..."
(Fragmento del epílogo, capítulo II)
Raskolnikof pasó en el hospital el final de la
cuaresma y la primera semana de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las
visiones que había tenido durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo
entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había
declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de
perecer, excepto algunos elegidos. Triquinas microscópicas de una especie
desconocida se introducían en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran
espíritus dotados de inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían
la razón al punto. Sin embargo -cosa extraña- jamás los hombres se habían
creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca
habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus
teorías científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones
enteras se contaminaban y perdían el juicio. De todos se apoderaba una mortal
desazón y todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno
creía ser el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus
semejantes. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho, se
retorcían las manos, lloraban... No se ponían de acuerdo sobre las sanciones que
había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a
quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos
contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas se
dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban
unos a otros.
En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día.
Todos los hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie
podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los
oficios más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y
no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres
formaban grupos y se comprometían a no disolverse, pero poco después olvidaban
su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a matarse. Los
incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas
desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando. En todo el mundo
sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros,
destinados a formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida
humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras,
ni siquiera el sonido de su voz.
Fiódor Dostoyevski (Rusia, 1821-1881).
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