Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 19 de junio de 2020

Epidemias: LA PESTE ESCARLATA, de Jack London

"... signos de esa enfermedad era que toda la cara y el cuerpo del que estaba atacado por ella se ponían rojos."

(Fragmento)

- Fue en verano de 2013 cuando se declaró la peste escarlata… -Cara de Liebre expresó ruidosamente su alegría, batiendo palmas-. Yo tenía veintisiete años. Unos telegramas...

Cara de Liebre frunció el entrecejo.

- ¿Unos qué? -preguntó-. Ya vuelves a palabras que nadie entiende…

Edwin le impuso silencio, y el viejo prosiguió:

- En aquel tiempo, los hombres hablaban entre sí a través del espacio a miles y miles de millas de distancia. Así fue cómo llegó a San Francisco la noticia de que una enfermedad desconocida se había declarado en New York. En aquella ciudad, la más espléndida de toda América, vivían diecisiete millones de personas. De momento, la alarma no fue excesiva. Sólo habían tenido lugar unas pocas muertes. Sin embargo, según parecía, las defunciones habían sido rapidísimas. Uno de los primeros signos de esa enfermedad era que toda la cara y el cuerpo del que estaba atacado por ella se ponían rojos. En el curso de las siguientes veinticuatro horas se supo que se había declarado un caso en Chicago, otra gran ciudad. Y, el mismo día, corrió la noticia de que Londres, la mayor ciudad del Mundo después de New York y Chicago, luchaba en secreto contra aquel mal desde hacía ya dos semanas. Las noticias habían sido censuradas… Quiero decir que se había impedido que circularan por el resto del Mundo. La cosa parecía grave, desde luego. Pero nosotros, en California, lo mismo que en cualquier otra parte, no perdimos la cabeza. No había nadie que no estuviera convencido de que los bacteriólogos encontrarían el modo de aniquilar al nuevo germen, lo mismo que lo habían encontrado en el pasado en el caso de otros gérmenes. Lo que resultaba inquietante, sin embargo, era la rapidez prodigiosa con que aquel germen destruía a los humanos, y también el hecho de que la persona atacada por él muriera infaliblemente. Ni un solo caso de curación. En otro tiempo ya se había conocido la fiebre amarilla, una vieja enfermedad que tampoco resultaba nada apacible. Por la noche, cenaba uno con una persona que gozaba de buena salud, y, la mañana siguiente, si uno se levantaba lo bastante temprano, veía pasar bajo sus ventanas el coche fúnebre que se llevaba al convidado de la víspera. La nueva peste era todavía más expeditiva. Mataba mucho más aprisa. A menudo no transcurría ni una hora entre los primeros síntomas de la enfermedad y la llegada de la muerte. Había casos en que el atacado resistía varias horas; pero había otros en que todo terminaba a los diez o quince minutos de las primeras señales. Lo primero era que el corazón latía aceleradamente, y que aumentaba la temperatura corporal. Luego, una erupción de color rojo intenso se extendía como una erisipela por la cara y el cuerpo. Mucha gente no se daba cuenta de la aceleración de los latidos del corazón ni de la elevación de temperatura, y sólo recibía la advertencia en el momento en que se manifestaba la erupción. Ordinariamente, esta primera fase de la enfermedad aparecía acompañada por convulsiones; pero no parecían graves, y, cuando cesaban, aquel que las había superado volvía de repente a un profundo estado de calma. Entonces lo invadía una especie de entumecimiento que subía a partir del pie y el talón, alcanzaba las piernas, las rodillas, los muslos, el vientre, y seguía subiendo. En el instante mismo en que llegaba al corazón se producía la muerte. Ningún malestar o delirio acompañaban ese entumecimiento progresivo. La mente permanecía clara y activa, hasta el momento en que el corazón se paralizaba y dejaba de latir. Otro detalle no menos sorprendente era la veloz descomposición de la víctima después de la muerte. Mientras uno la miraba, su carne parecía desgre- garse, reducirse a pulpa. Fue esta última una de las razones de la rapidez del contagio. Los miles de millones de gérmenes del cadáver quedaban liberados instantáneamente. En estas condiciones, era inútil la lucha de la ciencia. Los bacteriólogos morían en sus laboratorios en el instante mismo en que iniciaban el estudio de la peste escarlata. Estos sabios eran unos héroes. En cuanto uno moría, otro tomaba su lugar. Un sabio inglés consiguió, en Londres, aislar por primera vez el germen. Se telegrafió la noticia a todas partes, y todo el Mundo cobró esperanzas. Pero Trask (así se llamaba el sabio) murió en el curso de las siguientes treinta horas. Había sido encontrado el célebre germen, sin embargo, y todos los laboratorios compitieron para descubrir el contragermen capaz de matar al de la peste escarlata. Todos estos esfuerzos fracasaron.


Jack London: John Griffith London (Estados Unidos, 1876-1916).

El texto íntegro pude leerse en Lecturia, biblioteca de relatos.

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