"... signos de esa enfermedad era que toda la cara y el cuerpo del que estaba atacado por ella se ponían rojos."
(Fragmento)
- Fue en verano de 2013 cuando se declaró la peste
escarlata… -Cara de Liebre expresó ruidosamente su alegría, batiendo palmas-.
Yo tenía veintisiete años. Unos telegramas...
Cara de Liebre frunció el
entrecejo.
- ¿Unos qué? -preguntó-. Ya vuelves a palabras que nadie
entiende…
Edwin le impuso silencio, y el viejo prosiguió:
- En aquel tiempo, los
hombres hablaban entre sí a través del espacio a miles y miles de millas de
distancia. Así fue cómo llegó a San Francisco la noticia de que una enfermedad
desconocida se había declarado en New York. En aquella ciudad, la más
espléndida de toda América, vivían diecisiete millones de personas. De momento,
la alarma no fue excesiva. Sólo habían tenido lugar unas pocas muertes. Sin
embargo, según parecía, las defunciones habían sido rapidísimas. Uno de los
primeros signos de esa enfermedad era que toda la cara y el cuerpo del que
estaba atacado por ella se ponían rojos. En el curso de las siguientes
veinticuatro horas se supo que se había declarado un caso en Chicago, otra gran
ciudad. Y, el mismo día, corrió la noticia de que Londres, la mayor ciudad del
Mundo después de New York y Chicago, luchaba en secreto contra aquel mal desde
hacía ya dos semanas. Las noticias habían sido censuradas… Quiero decir que se
había impedido que circularan por el resto del Mundo. La cosa parecía grave,
desde luego. Pero nosotros, en California, lo mismo que en cualquier otra
parte, no perdimos la cabeza. No había nadie que no estuviera convencido de que
los bacteriólogos encontrarían el modo de aniquilar al nuevo germen, lo mismo
que lo habían encontrado en el pasado en el caso de otros gérmenes. Lo que
resultaba inquietante, sin embargo, era la rapidez prodigiosa con que aquel
germen destruía a los humanos, y también el hecho de que la persona atacada por
él muriera infaliblemente. Ni un solo caso de curación. En otro tiempo ya se
había conocido la fiebre amarilla, una vieja enfermedad que tampoco resultaba
nada apacible. Por la noche, cenaba uno con una persona que gozaba de buena
salud, y, la mañana siguiente, si uno se levantaba lo bastante temprano, veía
pasar bajo sus ventanas el coche fúnebre que se llevaba al convidado de la
víspera. La nueva peste era todavía más expeditiva. Mataba mucho más aprisa. A
menudo no transcurría ni una hora entre los primeros síntomas de la enfermedad
y la llegada de la muerte. Había casos en que el atacado resistía varias horas;
pero había otros en que todo terminaba a los diez o quince minutos de las
primeras señales. Lo primero era que el corazón latía aceleradamente, y que
aumentaba la temperatura corporal. Luego, una erupción de color rojo intenso se
extendía como una erisipela por la cara y el cuerpo. Mucha gente no se daba
cuenta de la aceleración de los latidos del corazón ni de la elevación de
temperatura, y sólo recibía la advertencia en el momento en que se manifestaba
la erupción. Ordinariamente, esta primera fase de la enfermedad aparecía
acompañada por convulsiones; pero no parecían graves, y, cuando cesaban, aquel
que las había superado volvía de repente a un profundo estado de calma.
Entonces lo invadía una especie de entumecimiento que subía a partir del pie y
el talón, alcanzaba las piernas, las rodillas, los muslos, el vientre, y seguía
subiendo. En el instante mismo en que llegaba al corazón se producía la muerte.
Ningún malestar o delirio acompañaban ese entumecimiento progresivo. La mente
permanecía clara y activa, hasta el momento en que el corazón se paralizaba y
dejaba de latir. Otro detalle no menos sorprendente era la veloz descomposición
de la víctima después de la muerte. Mientras uno la miraba, su carne parecía
desgre- garse, reducirse a pulpa. Fue esta última una de las razones de la
rapidez del contagio. Los miles de millones de gérmenes del cadáver quedaban
liberados instantáneamente. En estas condiciones, era inútil la lucha de la
ciencia. Los bacteriólogos morían en sus laboratorios en el instante mismo en
que iniciaban el estudio de la peste escarlata. Estos sabios eran unos héroes.
En cuanto uno moría, otro tomaba su lugar. Un sabio inglés consiguió, en
Londres, aislar por primera vez el germen. Se telegrafió la noticia a todas
partes, y todo el Mundo cobró esperanzas. Pero Trask (así se llamaba el sabio)
murió en el curso de las siguientes treinta horas. Había sido encontrado el
célebre germen, sin embargo, y todos los laboratorios compitieron para
descubrir el contragermen capaz de matar al de la peste escarlata. Todos estos esfuerzos fracasaron.
Jack London: John Griffith London (Estados Unidos, 1876-1916).
El texto íntegro pude leerse en Lecturia, biblioteca de relatos.
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