"... durante toda la noche permanecieron reunidos junto a una botella de Liebfraumilch…"
(Fragmento del capítulo tercero de la primera parte)
Hasta entonces había llevado una existencia simple,
pero que se había hecho, es cierto, de más en más sombría con los años, en el
curso de los cuales la lucha que realizaba por establecer la inocencia de su
hijo se había convertido en su pasión dominante. De su matrimonio con la hija
de un pastor del alto valle del Rin habían nacido cuatro hijos, tres varones y
una mujer. Poseía un terreno cerca de Gelnhausen, cuyos viñedos daban
considerables beneficios. Llevaba con su familia una vida exenta de preocupaciones.
Una epidemia de tifus estalló en el verano de 1900 y le quitó, en el espacio de
dos semanas, su mujer, su hija y dos de sus hijos. El más joven, Leonardo,
tenía entonces veinte años y estudiaba en la Universidad de Bonn. Era ya, sin
duda alguna, el favorito de su padre, quien veía en su benjamín a alguien
extraordinario y que lo dominaba hasta la debilidad con sus talentos y su fina
gracia de jovencita; pero después de la catástrofe de una cuádruple muerte, que
sólo dejara al padre a Leonardo como único hijo, esa simple preferencia se
convirtió en idolatría. Fue para el joven, al mismo tiempo, un padre y una
madre. Cuando pasaba un día sin tener noticias de aquél, se inquietaba. Los
pedidos de dinero del joven -pedidos que no eran precisamente moderados- los
satisfacía sin objeción, aun cuando en el decurso de los años había disminuido
considerablemente el rendimiento de la tierra y la instalación de un gran lagar
le resultó un negocio desdichado, que lo obligó a cargarse de pesadas hipotecas
para hacer frente a sus compromisos. Leonardo no se preocupaba en absoluto por
tales cosas. Seguro de que haría una brillante carrera, adulado por sus
camaradas y profesores, bien acogido en la mejor sociedad, su actitud natural
había llegado a ser la de un vencedor cuyo éxito desarma. El padre no se
atrevía a quitarle la ilusión de que dispondría, como hijo único, de una
propiedad fundiaria, de recursos ilimitados; por el contrario, temblaba a la
idea de tenerle que confesar algún día su situación verdadera. Todas las
distinciones que obtenía Leonardo, todos los exámenes en que se destacaba,
todas las relaciones aristocráticas que contraía y que ese joven vanidoso no
dejaba de anunciarle, eran motivos de satisfacción, como si hubiera engendrarlo
un ser de asombroso genio. Los sueños que se forjaba a su respecto lo elevaban
bien alto, aunque la ambición del mismo Leonardo no apuntara tan alto; acaso no
aspirara a llevar más que una vida fácil y agradable, abandonándose sin
contención a sus refinados gustos y a lucirse en un mundo a cuya aprobación y
opinión daba el mayor precio. Poco después de que Leonardo fuera habilitado
como encargado de cursos en la Universidad, llegó el momento en que el padre
fue constreñido a encarar la temida explicación.
Se trataba de una deuda de
juego de tres mil quinientos marcos que debía pagar en veinticuatro horas. Este
dinero no lo tenía el padre y sólo pudo conseguirlo con grandes penas. Un banco
nada limpio se lo prestó a interés usurario. Leonardo quedó estupefacto.
Entonces el padre y el hijo sostuvieron una larga entrevista, durante toda la
noche permanecieron reunidos junto a una botella de Liebfraumilch, bajo el pabellón de rosas situado detrás de la
casa, y, para terminar, Maurizius suplicó a su hijo que le perdonara si no podía
poner a sus pies las riquezas que éste tenía derecho a exigirle; ¿no era a sus
ojos un éxito sin precedentes que su hijo, que apenas contaba veintidós años,
hubiese sido designado para desempeñar una cátedra universitaria y fuera
considerado como una lumbrera en su especialidad?
Jakob Wassermann (Alemán fallecido en Austria, 1873-1934).
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