"El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres (…) había hermosura y vino."
(Fragmento inicial)
La «Muerte Roja» había devastado el país durante largo
tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su
encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos
dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la
muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el
bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. Y la
invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el
príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre
los caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de
una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y
había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una
sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de
hierro. Una vez adentro, los corte- sanos trajeron fraguas y pesados martillos y
soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de
salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía
estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones seme- jantes, los cortesanos
podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su
cuenta; entretanto, era una locura afligirse o meditar. El príncipe había
reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores,
bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban
del lado de adentro. Afuera estaba la «Muerte Roja».
Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849).
(Traducido al español por Julio Cortázar).
(Traducido al español por Julio Cortázar).
El cuento completo se puede leer en Ciudad Seva
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