"... había pensado sin cesar en Komako; ahora que estaba tan cerca, esa nostalgia por la piel humana..."
(Fragmento de la segunda parte)
(Fragmento de la segunda parte)
“La
mariposa, la luciérnaga, el grillo”, oyó que cantaba una geisha a la distancia
cuando se sentó a cenar, temprano, con su guía como única compañera. El libro
sólo ofrecía la más somera información sobre rutas, atracciones, hospedajes y
costos, dejando el resto librado a la imaginación del lector. De esas mismas
cumbres había bajado, en pleno estallido del verdor primaveral, cuando vio a
Komako por primera vez. Ahora, que era el comienzo del otoño y de la temporada
de montañismo, sintió añoranza de aquellas alturas en donde había dejado su
huella. Si bien era un diletante que podía perder el tiempo allí como en
cualquier otra parte, consideraba el montañismo un ejemplo flagrante del
esfuerzo inútil. Y ése era precisamente el atractivo que ejercía sobre él: el
encanto de lo irreal.
Mientras
estuvo lejos, había pensado sin cesar en Komako; ahora que estaba tan cerca,
esa nostalgia por la piel humana le producía el mismo efecto onírico que la atracción
que le despertaban las montañas. Quizás era debido al exceso de familiaridad e
intimidad que le había despertado el cuerpo de ella. Habían pasado la noche
juntos; estaba seguro de que ella acudiría sin necesidad de que él la llamara.
Sentado a solas en el comedor, esperándola, mientras oía el bullicio de un
grupo de niñas de la escuela descendiendo por el camino, se preguntó por qué no
venía. Y comenzó a invadirlo el cansancio. Antes de dormirse en la silla, subió
a su habitación y se acostó.
Esa noche llovió. Uno de esos chaparrones de otoño que llegan y se van sin dejar rastro.
Yasunari Kawabata (Japón, 1899-1972). Obtuvo el premio Nobel en 1968.
(Traducido al español por Juan Forn).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario