(Fragmento inicial del capítulo La noticia)
Durmieron asustados, roncando,
jadeando y resoplando. Y mientras dormían sentían que algo les estaba
ocurriendo. Sentían que alguien rondaba la posada; que alguien les dirigía la
palabra y que tenían que responder como nunca habían respondido. La pregunta que
el desconocido les dirigía era altiva, descarada, violenta y, por encima de
todo, temeraria y triste. Sin embargo, por la mañana, al despertar, ya no se
acorda- ban de ella.
Mientras dormían, volaba la
noticia de que él había llegado, de que se había fugado de los Plomos, de que
se había escapado en góndola de su ciudad natal a plena luz del día, tomándoles
el pelo a todas sus excelencias, a todos los temibles señores de la
Inquisición, a Lorenzo, el guardia de la prisión; se decía que había ayudado a fugarse
al fraile que había colgado los hábitos, que se había escapado de la fortaleza
del dux, que lo habían visto en Mestre, regateando con el cochero de una
diligencia, y en Treviso, tomando vermut en un café, e incluso un campesino
juró haberlo visto en medio de los prados, donde hechizaba a las vacas. Voló la
noticia por los palacetes de Venecia y por las tabernas de la periferia; los
cardenales y los ilustres senadores, los verdugos y los policías, los espías y
los tahúres, los amantes y los maridos, las muchachas en misa y las mujeres en
sus cálidas camas se reían y gritaban: «Jo, jo, jo!» O bien se carcajeaban,
todos contentos: «Ja, ja, ja!» O ahogaban sus risas en la almohada o en el
pañuelo, y exclamaban: «Ji, ji, ji!» Todos estaban contentos de que se hubiese
fugado. La noche siguiente le comunicaron la noticia al papa, que se acordaba
de él, y se acordó también de que un día le había impuesto personalmente una
condecoración menor, y se rió con la noticia. Se difundió ésta por toda
Venecia; los gondoleros se apoyaban en sus largos remos, discutían los detalles
de su fuga con todo tipo de comentarios entendidos, y se alegraban con ella, se
alegraban porque él era veneciano, porque había burlado la autoridad y el
poder, y se alegraban porque alguien hubiese sido más fuerte que la tiranía,
más fuerte que las piedras y las cadenas, más fuerte que el tejado de placas de
plomo. Hablaban en voz baja, escupían en el agua y se frotaban las manos, muy
felices. La noticia volaba, y todos sentían cierto calor en el corazón. «¿En
realidad qué había hecho?», se preguntaban. Había jugado a las cartas. Dios
mío, quizá no jugaba del todo limpio, hacía saltar la banca en todos los
tugurios por donde pasaba, jugaba disfrazado con una máscara, aliado con
tahúres profesionales. Pero, después de todo, ¿quién no había hecho una cosa
así en Venecia? Por las noches daba una paliza a los que lo habían delatado y
seducía a las mujeres para llevárselas fuera de la ciudad, a Murano, a una casa
que tenía alquilada... Pero ¿quién no hacía tal cosa, sobre todo siendo joven,
en Venecia? Era descarado, hablaba mucho, hablaba demasiado... Pero ¿quién
callaba en Venecia?
Sándor Márai (Húngaro nacionalizado estadounidense, 1900-1989).
La ilustración corresponde a un detalle de El Gran Canal y la iglesia de Santa María de la Salud (1730),
de Giovanni Antonio Canal, Canaletto.
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