Escena II
Embajador, Secretario, Marcos Querini, Thiépolo, Badoer, Mafel, Dauro, otros tres conjurados
Embajador (Echando una mirada por la sala): Ya me parece que han llegado todos... (Al Secretario) Copiad ahora en cifra lo que contiene este escrito, en tanto que cele- bramos nuestra junta.
El Embajador se dirige hacia los conjurados y va dando la mano a cada uno de ellos sucesivamente.
Secretario (Leyendo para sí el papel): «Apuntad los nombres de todos los concu- rrentes; y sin hacer el más leve ademán por lo que aquí pase, escribid la sustancia de los razonamientos y apuntad fielmente cuanto notéis»
Embajador: ¿Todos amigos?
Conjurados: Todos.
Quitánse las máscaras, se saludan cortésmente y toman asiento.
Embajador: ¿Falta alguno?...
Mafei: Sólo echo de menos a Rugiero.
Embajador: A pesar de sus pocos años, no creo que le hayan detenido las diver- siones del carnaval: ama mucho a su patria adoptiva y no piensa sino en salvarla.
Thiépolo: Sólo tendría alguna disculpa su tardanza, si fuese cierto, como dicen, que está perdido de amores, y lo que es peor, sin esperanza de lograr su dicha... Debemo ser indulgentes con los desgraciados.
Dauro: Mi amigo no ha menester compasión ni indulgencia: cuando se trata de cumplir con un deber, nadie en el mundo le lleva ventaja.
Marcos Querini: ¿Y quién pudiera dudarlo?... Cabalmente sus buenas prendas le han granjeado el afecto de todos; y lejos de mirársele en Venecia como extranjero, sin más recomendación que su espada, se le considera con razón como uno de sus mejores hijos. Si hoy tarda, por primera vez, debe de motivarlo alguna causa pode- rosa...
Dauro: Quizá sea ése que llega...
Embajador: No hay duda.
Escena III
Dichos, Rugiero
Presenta éste su contraseña al máscara, el cual se retira al mandárselo el embajador, dejando cerrada la puerta.
Rugiero (Se descubre y saluda a los demás): No ha sido culpa mía el haber tardado estos pocos momentos: una casualidad, tal vez de leve importancia, me ha hecho suspender de propósito entrar en el palacio... Toda la noche había notado que me seguía un máscara, vestido de negro... en vano atravesaba yo los puentes, cruzaba el bullicio en la plaza, mudaba mil veces de rumbo... siempre le veía cerca de mí, cual si fuese mi sombra. A veces sospeché, hallándole por todas partes, que quizá fuesen varios, de traje parecido; y hasta llegué a dudar si sería mi propia imaginación la que así los multiplicaba ante mis ojos... Al cabo me vi libre un instante, y lo he aprove- chado.
Mafei: En esta época del año, nada tiene de singular esa aventura: tal vez os hayan confundido con otro; y aun la mera curiosidad bastaría para que alguno haya formado empeño de conoceros.
Dauro: Ni la más leve circunstancia debe desatenderse, en crisis de tanto momento... ¿Quién sabe si acecharán los pasos de Rugiero por algún recelo o sospecha?... Todos conocemos a fondo las malas artes de ese tribunal, digno apoyo de la tiranía: mina la tierra que pisamos; oye el eco de las paredes; sorprende hasta los secretos que se escapan en sueños...
Francisco Martínez de la Rosa (España, 1787-1862).
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