Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 13 de noviembre de 2015

VENECIA, de Oliverio Girondo



Se respira una brisa de tarjeta postal.

¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas en el agua. Remos que no terminan nunca de llorar.

El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un pizzicato en las amarras, roe el misterio de las casas cerradas.

Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado.

Bogan en la Laguna, dandys que usan un lacrimatorio en el bolsillo con todas las iridiscencias del canal, mujeres que han traído sus labios de Viena y de Berlín para saborear una carne de color aceituna, y mujeres que sólo se alimentan de pétalos de rosa, tienen las manos incrustadas de ojos de serpiente, y la quijada fatal de las heroínas d’Annunzianas.

¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma de Nerón!

En los piccoli canali los gondoleros fornican con la noche,
anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la luna engorda, como en cualquier parte, su mofletudo visaje de portera.


Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan falos más llamativos, y de una erección más precipitada, que la de los badajos del campanile de San Marcos.


Oliverio Girondo (Argentina, 1891-1967)

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