Regresa la primavera a Vancouver.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Equinoccio: VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO, de Jules Verne


(Fragmento que corresponde al 20 de marzo, el día previo al equinoccio)

Me situé a su lado y esperé en silencio. Llegó el mediodía sin que, al igual que la víspera, se mostrara el sol.

Era la fatalidad. Imposible efectuar la observación. Y si ésta no podía hacerse al día siguiente, tendríamos que renunciar definitivamente a fijar nuestra posición. En efecto, aquel día era precisamente el 20 de marzo. Y al día siguiente, 21, el día del equinoccio, el sol, si no teníamos en cuenta la refracción, desaparecería del horizonte por un período de seis meses y con su desaparición comenzaría la larga noche polar. Surgido con el equinoccio de septiembre por el horizonte septentrional, el sol había ido elevándose en espirales alargadas hasta el 21 de diciembre. Desde ese día, solsticio de verano de las regiones boreales, había ido descendiendo y ahora se disponía a lanzar sus últimos rayos.

Como le comunicara mis temores al capitán Nemo, éste me dijo:

- Tiene usted razón, señor Aronnax. Si mañana no puedo obtener la altura del sol habrán de transcurrir seis meses antes de poder intentarlo nuevamente Pero también es cierto que precisamente porque el azar de la navegación me ha traído a estos mares el 21 de marzo será mucho más fácil fijar la posición si el sol se nos muestra a mediodía.

- ¿Por qué, capitán?

- Porque cuando el sol describe espirales tan alargadas es difícil medir exactamente su altura en el horizonte y los instrumentos están expuestos a cometer graves errores.

- ¿Cómo procederá usted?

- No emplearé más que mi cronómetro. Si mañana, 21 de marzo, a mediodía, el disco solar, habida cuenta de la refracción, se halla cortado exactamente por el horizonte del Norte, estaré en el Polo Sur.

- Así es, en efecto -dije-. Sin embargo, su afirmación no es matemáticamente rigurosa, porque el equinoccio no se produce necesariamente a mediodía.

- Sin duda, señor, pero el error no llegará a ser ni de cien metros y eso es suficiente. Hasta manana, pues.

El capitán Nemo regresó a bordo. Conseil y yo permane-cimos hasta las cinco recorriendo la playa, observando y estudiando. No recogí ningún objeto curioso, hecha la salvedad de un huevo de pingüino, de un tamaño notable, por el que un aficionado habría pagado más de mil francos. Su color bayo y las rayas y caracteres que a modo de jeroglíficos lo decoraban hacían del huevo un raro objeto de adorno. Lo confié a las manos de Conseil y el prudente mozo, el de los pasos seguros, lo llevó intacto, como si se hubiera tratado de una preciosa porcelana china, al Nautilus, donde lo deposité en una de las vitrinas del museo.

Cené aquel día con apetito un excelente trozo de hígado de foca cuyo gusto recordaba al de la carne de cerdo. Me acosté luego, no sin antes haber invocado, como un hindú, los favores del astro radiante.

Al día siguiente, 21 de marzo, subí a la plataforma a las cinco de la mañana y hallé al capitán Nemo.

- El tiempo se aclara un poco me dijo. Cabe la esperanza. Después de desayunar iremos a tierra para escoger un puesto de observación.
 
 
Jules Verne (Francia, 1828-1905).

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