"... de duda entre las expresiones «afectuosamente» y «sinceramente» eligió aquélla y firmó la carta."
(Fragmento del capítulo XXII)
Acabó la frase que había
dejado interrumpida en su carta -una frase torpe y estúpida-, y añadió que los
dos se sentían muy dichosos y se casarían, probablemente, en el otoño; se proponían
vivir en Londres «donde esperamos encontrarnos y volver a ver a nuestro
regreso». Tras unos momentos de duda entre las expresiones «afectuo- samente» y
«sinceramente» eligió aquélla y firmó la carta. Se disponía a empezar otra
cuando Terence la interrumpió para citarle algunos trozos del libro que estaba
leyendo. Se trataba de una novela en la que el protagonista, Hugh, hombre de letras
también, no había comprendido exactamente la índole de las relaciones entre hombre
y mujer hasta que llega al matrimonio. Al principio, fue feliz con su esposa;
pero después de darle ésta un hijo, empieza a distanciarse, a hastiarse de
ella, hasta olvidarla por completo. «Eran distintos entre sí. Tal vez en un
lejano futuro, cuando generaciones de hombres se hayan combatido y engañado
como nos engañamos y combatirnos nosotros, las mujeres lleguen a ser, en lugar
de lo que ahora parece constituir la razón de su existencia, no la enemiga y el
parásito del hombre, sino su verdadera amiga y compañera».
- Al final, Hugh vuelve de
nuevo a su mujer. Era su obligación como hombre casado. ¡Señor! -concluyó
Terence-, ¿tú crees que podrá sucedemos algo semejante a nosotros
Ella, en lugar de
responder, preguntó:
- ¿Por qué no se escriben
las cosas que se sienten? ésa es la dificultad –contestó Terence dejando el.
libro.
- Bien; entonces, ¿qué
crees tú que será de nosotros cuando nos casemos?...
- Ven, siéntate en el suelo
-le dijo él- y déjame que te miré.
Rachel apoyó el mentón
sobre las rodillas y se quedó mirándole fijamente. Él la contempló con
detenimiento.
- No eres hermosa, pero me
gustas como eres. Adoro tus cabellos, tus ojos... Tu boca es demasiado grande, y a
tus mejillas les falta color. Pero me subyugas de tal modo, que al mirarte es
como si me arrebataras el aliento.
Se acercó tanto a ella,
contemplándola fijamente, que ella retrocedió un poco sus espaldas.
- Hay momentos -continuó
Terence- en los que, si estuviéramos juntos sobre un acantilado, harías que me
arrojase al mar.
Hipnotizada por aquel
mirarse entrambos fijamente a los ojos, ella repitió: «Si estuviéramos juntos
sobre un acantilado...» Ser arrojado al mar, ser llevado de aquí para allá. La
idea le sonó extrañamente sugestiva. Se puso en pie de un salto. Se movió por la
habitación apartando sillas y mesitas, como si en realidad nadase. Él la miró
gozoso. Parecía abrirse camino, saliendo triunfante de los obstáculos que se
interponían en su vida.
Virginia Woolf (Inglaterra, 1882-1941).
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