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viernes, 23 de noviembre de 2018

Día de los muertos: EL PORDIOSERO, de Guy de Maupassant

"... hallado en una zanja (...) la víspera del día de difuntos, y bautizado por esa razón Nicolás Todos los Santos..."
 
(Fragmento inicial)

Había conocido tiempos mejores, a pesar de su miseria y su invalidez.
 
A la edad de quince años, un coche le aplastó las dos piernas en la carretera de Varville. Desde ese momento, mendigaba arrastrándose a lo largo de los caminos, a través de los corrales de las granjas, balanceándose sobre sus muletas que le habían levantado los hombros hasta la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas.
 
Niño hallado en una zanja por el cura de Les Billettes, la víspera del día de difuntos, y bautizado por esa razón Nicolás Todos los Santos, criado por caridad, ajeno a toda instrucción, lisiado tras haber bebido unas copas de aguardiente invitado por el panadero del pueblo, tan sólo por reírse un poco, y vagabundo a partir de entonces, no sabía hacer otra cosa que tender la mano.
 
En tiempos la baronesa de Avary le dejaba para dormir una especie de nicho lleno de paja, al lado del gallinero, en la granja lindante con el castillo: y estaba seguro, los días de mucha hambre, de encontrar siempre un pedazo de pan y un vaso de sidra en la cocina. Con frecuencia recibía también allí unas monedas arrojadas por la anciana dama desde lo alto de la escalinata o de las ventanas de su habitación. Ahora ella había muerto.
 
En los pueblos no le daban casi nada; lo conocían demasiado; estaban hartos de él desde hacía cuarenta años que lo veían pasear de casucha en casucha su cuerpo andrajoso y deforme sobre sus dos patas de madera. No obstante, él no quería marcharse, porque no conocía otra cosa en la tierra que aquel rincón del país, aquellos tres o cuatro villorrios por donde había arrastrado su miserable vida. Había puesto fronteras a su mendicidad y jamás habría traspasado los límites que estaba habituado a no franquear.
 
Ignoraba si el mundo se extendía más allá de los árboles que habían siempre acotado su vista. No se lo preguntaba.


Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).

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