"En su boca, en sus palabras un tanto vacilantes, todos aquellos sucesos perdían su resonancia trágica."
(Fragmento
del capítulo 24)
Jean-Marie
sólo veía a sus anfitriones a la hora de las comidas. El resto del día lo
dejaban en manos de la anciana. Al atardecer, dos chicas jóvenes se sentaban
junto a él. A una la llamaban «la Cécile» y a la otra «la Madeleine». Al
principio, Jean-Marie creyó que eran hermanas. Pero no. La Cécile era la hija
de la granjera y la Madeleine, una huérfana. A las dos daba gusto verlas,
porque eran, si no atractivas, lozanas; Cécile tenía una cara redonda, ojos
negros y vivos, y Madeleine, rubia y más fina, unas
mejillas resplandecientes, sedosas y sonrosadas como la flor del manzano.
Las chicas lo pusieron al corriente de los acontecimientos de la semana. En su
boca, en sus palabras un tanto vacilantes, todos aquellos sucesos, extraordinariamente
graves, perdían su resonancia trágica. «Es muy triste», decían, o: «Todo esto
no es nada agradable», o: «¡Ay, señor, estamos muy preocupadas!» Jean-Marie se
preguntaba si era una forma de hablar habitual entre la gente de la región o
algo más profundo, que tenía que ver con el alma misma de aquellas chicas, con
su juventud, un instinto que les decía que las guerras pasan y el invasor se
marcha, que la vida, incluso deformada y mutilada, continúa.
Irène Némirovsky
(Escritora en lengua francesa nacida en Rusia y muerta en Auschwitz, 1903-1942).
(Traducido al español por José Antonio Soriano Marco)
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