Lupe había amado a Cooper con toda su energía, con esa temeridad que impregna los actos de la juventud. Se entregó a plenitud, con la imprudencia de los que creen en el amor como la única verdad de la vida, invocando la reciprocidad del ser amado y viviendo el desvarío de los amorosos, la quimera de que esa pasión podrá durar para siempre, aunque el significado subjetivo que adquiere la eternidad, la breve eternidad de los que aman, tenga su fecha de caducidad en un par de años, un verano a apenas unos cuantos días. Solamente estuve enamorada una vez en mi vida. Cuando tenía diecinueve años. De Gary. Fue algo maravilloso, algo bello. Y todos los días le doy gracias a Dios por haber sido tan bueno conmigo de concederme esos dos años. Después el tiempo, con su lógica implacable, se encargará de ubicar las pasiones en el lugar que les corresponde en cada historia individual. Se habrá cumplido el trayecto inevitable entre el sueño y el despertar, la magia y la realidad. Un día, muchas veces sin saber por qué, el fuego se extingue liberando al corazón de las llamas que lo consumían. Los amadores lamentarán su libertad recuperada, habrían preferido prolongar su servidumbre para siempre. Es cuando se asegura que con el ser amado también se va el aire que respiran, la luz que los iluminaba, el sentido mismo de su existencia. En lo más profundo de mi corazón, lo siento mucho por toda esa gente que se muere sin haber tenido un amor, sin la experiencia de esos años que yo viví. Lupe pertenecía, sin duda, a una especie de amantes en particular, ésos a quienes el poeta llamaba los amorosos. Los que viven por y para lo que suponen que es el amor. Aquellos que no tienen más propela en la vida que las pulsiones de la carne. No lloro porque ya no lo tengo. Sé que no puedo hacer nada para que regrese. Simplemente me siento feliz porque existió...
La ilustración corresponde a una fotografía de Lupe Vélez y Gary Cooper.
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