"... mientras los riachuelos de la estepa, rompiendo el hielo, corrían retozones, primaverales..."
(Fragmento inicial)
La primera primavera después de la guerra fue en el
Alto Don excepcional: llegó impetuosa, y el deshielo se produjo rápido, a un
tiempo. A fines de marzo, soplaron de las costas del mar Azov templados vientos
y, dos días más tarde, ya estaban completamente desnudas las arenas de la
margen izquierda del Don; se alzó, abombándose, la nieve que llenaba
barranquillos y cañadas, mientras los riachuelos de la estepa, rompiendo el
hielo, corrían retozones, primaverales, y los caminos se ponían casi
intransitables.
En esa mala época de caminos anegados me cupo en suerte ir a la
stanitsa de Bukanovskaia. Y aunque la distancia no era grande -cerca de sesenta
kilómetros- no resultó tan fácil recorrerla. En compañía de unos camaradas,
partí antes de salir el sol. Un par de caballos bien cebados, tensos como
cuerda de guitarra los tirantes de los arneses, apenas podían arrastrar el
pesado carricoche. Las ruedas se hundían hasta las pezoneras en la arena,
húmeda, mezclada con nieve y hielo, y al cabo de una hora, en los ijares de los
caballos y en sus ancas, bajo las finas correas de las retranquillas, aparecía
ya una espuma abundante, blanca como de jabón, mientras el aire puro de la
mañana se llenaba de un olor acre y embriagador a sudor de caballo y al
recalentado alquitrán con que fueran pródigamente embadurnados los arreos.
En
los lugares más penosos para los caballos, saltábamos del carricoche y
seguía- mos a pie. Bajo nuestras botas altas chapoteaba la nieve acuosa, costaba
trabajo andar, pero a ambos lados del camino se conservaba todavía el hielo
-refulgente al sol como el cristal- y por allí era aún más difícil avanzar. Al
cabo de unas seis horas sólo habíamos recorrido treinta kilómetros y llegábamos
al lugar por donde debíamos cruzar el riachuelo Elanka.
Mijail Shólojov (Rusia, 1905-1984). Obtuvo el premio Nobel en 1965.
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