- Eres lo más maravilloso que me ha sucedido en la vida... Eres una mujer fascinante..., muy hermosa...
La miró fijamente a los ojos y le levantó las manos, que seguía apretando entre las suyas, hasta llevarlas a la boca. Comenzó a besarle las puntas de los dedos, una por una. Al contacto de sus labios, Hamida se sintió traspasada por una corriente de electricidad. Dio un suspiro lleno de pasión. Él la rodeó con el brazo y la atrajo lentamente hacia su pecho, hasta que los senos de la chica se aplastaron contra él. Le acarició suavemente la espalda, mientras ella permanecía con el rostro hundido en su pecho.
- Tu boca -le susurró él.
La muchacha levantó la cabeza con los labios entreabiertos. Él apretó sus labios contra los de la chica y ella bajó los párpados como vencidos por el sueño. Él la levantó como a un niño y la llevó a la cama, con los pies colgando. Las zapatillas resbalaron y cayeron al suelo. La dejó suavemente sobre la cama y se inclinó sobre ella, con las palmas de las manos apoyadas en el colchón, para mirarla atentamente. Hamida abrió los ojos y al topar con los de él, éste sonrió tiernamente. Ella se quedó mirándolo, sin pestañear, con dulzura. Él, sin embargo, no había perdido el control de lo que hacía; su cerebro trabajaba siempre con mayor rapidez que sus emociones. No estaba dispuesto a desbaratar el plan que se había trazado de antemano. Se puso de pie y, tratando de no sonreír, le dijo:
- No hay prisa. A los oficiales norteamericanos no les importará pagar hasta cincuenta libras por una virgen.
Ella lo miró con asombro, sin la expresión lánguida de hacía unos instantes. Parecía estupefacta y dispuesta a tomar cartas en el asunto. Se incorporó, saltó al suelo y se abalanzó encima de él con un movimiento felino. Le abofeteó la cara furiosamente. La bofetada resonó en la habitación. Él permaneció inmóvil durante unos segundos y luego, la parte izquierda del rostro se le ensanchó con una sonrisa de sarcasmo. Con la rapidez del rayo dio un bofetón a la mejilla derecha de la muchacha. Luego, con igual fuerza, la abofeteó en la mejilla izquierda. El rostro de la muchacha palideció, le temblaron los labios, le tembló todo el cuerpo, sin control alguno. Se abalanzó contra su pecho clavándole las uñas en el cuello. Él no hizo nada para defenderse. La abrazó con fuerza, hasta casi hacerle crujir los huesos. Los dedos de la muchacha se aflojaron, resbalaron cuello abajo, hacia los hombros de él. Se sujetó de ellos con fuerza, levantando la cara con la boca abierta y temblando de pasión.
Naguib Mahfuz (Egipto, 1911-2006). Obtuvo el premio Nobel en 1988.
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