"... bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien."
(Fragmento sobre George Sand y Alfred de Musset)
El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand! El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa... ¡Si él hubiese conocido una mujer así, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!... ¡Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!...
Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él, que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas había visto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla... ¡Digno término de una vida inútil y atolondrada.
Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él, que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas había visto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla... ¡Digno término de una vida inútil y atolondrada.
El vacío de su existencia se le aparecía ahora claramente, sin los engaños de la presunción personal. La proximidad del sacrificio lo hacía replegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificación de los actos presentes. ¿Para qué había servido su paso por el mundo?...
Vicente Blasco Ibáñez (España, 1867-1928)
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