Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 15 de septiembre de 2015

Venecia: ¡NADA DE ESO!, de D. H. Lawrence

"... ganándose la vida a duras penas con una pobre y solitaria existencia de pintor."

(Fragmento inicial)

Me encontré con Luis Colmenares en Venecia, después de años de no verlo. Colmenares es un exiliado mexicano que vive de los magros restos de lo que una vez fue riqueza, ganándose la vida a duras penas con una pobre y solitaria existencia de pintor. El arte, sin embargo, es sólo un sedante para él. La mayor parte del tiempo la pasa vagando como un alma perdida, por París o por Italia, donde puede vivir económicamente. Es más bien bajo, grueso, de ojos oscuros que miran siempre hacia otro lado, y tiene un espíritu, de igual manera, indirecto.

- ¿Sabe usted quién se encuentra en Venecia? -me dijo-. ¡Cuesta! Se hospeda en el hotel Romano. Ayer lo vi bañándose en el Lido.

Había un inequívoco tono de burla sombría en esta última frase.

- ¿Quiere decir Cuesta... el torero? -pregunté.
- Sí. ¿no sabía que se retiró? ¿Lo recuerda? Una norteamericana le dejó un montón de plata. ¿Lo vio alguna vez?
- Una sola -le dije.
- ¿Fue antes de la Revolución? ¿Recuerda que se retiró y le compró una hacienda muy barata a uno de los generales de Madero, allá en Chihuahua? Fue después del carrancismo y yo estaba ya en Europa.
- ¿Qué aspecto tiene ahora? -pregunté.
- Está enormemente gordo, como una pequeña ballena redonda y amarilla. ¿lo ha visto? Sin duda recordará que era más bien bajo y siempre grueso, creo que su madre era una india mixteca. ¿lo conoció alguna vez?
- No -contesté-. ¿Y usted?
- Sí. Lo conocí en los viejos tiempos, cuando yo era rico y pensaba que seguiría siendo rico siempre.
 
Guardó silencio y yo temí que se hubiera callado definitivamente. Era insólita en él tanta disposición para comunicarse. Pero -era evidente- ver a Cuesta, el torero cuya fama alguna vez resonó en España y América Latina, lo había emocionado profundamente. Estaba excitado y apenas se podía contener.
 
- ¿Pero no era un hombre interesante, verdad? -dije-. ¿No era justamente un... un torero... un bruto?
 
Colmenares me miró desde su propia lobreguez. No quería hablar y, sin embargo, debía hacerlo.
 
- Era un bruto, sí -admitió con un gruñido-. Aunque no solamente un bruto. ¿Lo vio cuando estaba en su mejor forma? ¿Dónde lo vio? A mí no me gustó nunca mientras estuvo en España: era muy vanidoso. Pero en México era muy bueno. ¿Lo vio jugar con el toro y con la muerte? Era maravilloso. ¿Lo recuerda, recuerda su aspecto?
- No muy bien -contesté.
- Bajo, ancho, algo grueso, de un color más bien amarillento y nariz achatada. Pero los ojos eran maravillosos, algo pequeños y amarillos, y cuando lo miraban a uno, tan extraños y fríos, se sentía uno derretir por dentro. ¿Conoce esa sensación? Penetraba hasta el rincón más escondido, donde un guarda el ánimo. ¿Entiende? Y así uno sentía derretirse. ¿Sabe qué quiero decir?
- Más o menos, quizá -contesté.
 
Los ojos negros de Colmenares estaban fijos en mi cara, dilatados y brillantes, aunque sin verme en realidad. Contemplaba el pasado. Y, sin embargo, una fuerza curiosa surgía de su semblante; uno lo podía comprender por la telepatía de la pasión, una pasión invertida.
 

David Herbert Lawrence (Inglaterra, 1885-1930)

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