El caffè Florian fue fundado en Venecia en 1720, es decir, hace casi trescientos años. No resulta extraño, entonces, que se cuenten anécdotas de clientes tan célebres como Lord Byron, Goethe o Henry James, entre la nutrida población de escritores que han habitado durante alguna época en dicha ciudad a orillas del mar Adriático. Éste último, en el quinto capítulo de su novela Los papeles de Aspern, ubica al protagonista-narrador en una de sus mesas al calor del verano:
"Rara vez me quedaba en casa al anochecer, pues cuando trataba de ocuparme en mis habitaciones, la luz de la lámpara atraía una multitud de insectos molestos, y hacía demasiado calor para cerrar las ventanas. Por tanto, pasaba las últimas horas o bien en el agua (la luz de la luna en Venecia es famosa) o en la espléndida plaza que sirve como vasto atrio a la extraña y vieja basílica de San Marcos.
Me sentaba ante el café de Florian, tomando helados, oyendo música, hablando con conocidos: el viajero se acordará de cómo la inmensa acumulación de mesas y sillas se extiende como un promontorio penetrando en el liso lago de la Piazza. La plaza entera, en anochecer de verano, bajo las estrellas y con todas las lámparas, todas las voces y leves pasos sobre el mármol (los únicos sonidos de las arquerías que la rodean), es como un salón al aire libre dedicado a bebidas refrescantes y a una degustación aún más fina -la de las exquisitas impresiones recibidas durante el día-. Cuando no prefería quedarme las mías para mí, siempre había un turista errante, desembarazado de su Baedeker, con quien comentarlas, o algún pintor naturalizado que se regocijaba con el retorno de la estación de los efectos fuertes. La maravillosa iglesia, con sus bajas cúpulas y erizada de ornamentos, el misterio de su mosaico y esculturas, parecía fantasmal en la templada sombra, y la brisa marina pasaba entre las columnas gemelas de la Piazzetta, jambas de una puerta ya no custodiada, tan suavemente como si se meciera allí una rica cortina.
En esas ocasiones pensaba en las señoritas Bordereau y en la lástima de que estuvieran encerradas en habitaciones que, en el julio veneciano, ni siquiera la vastedad de Venecia conseguía evitar que estuvieran sofocantes. Su vida parecía estar a millas de distancia de la vida de la Piazza, y sin duda ya era realmente tarde para hacer cambiar de costumbres a la austera Juliana. Pero la pobre señorita Tita, estaba seguro de que habría disfrutado con un helado de Florian; a veces incluso pensaba llevarle uno a casa. Afortunadamente, mi paciencia dio fruto y no me vi obligado a hacer nada tan ridículo."
Por supuesto, Henry James no era el primero ni sería el último en referirlo. Oscar Wilde emprende una seria reflexión estética sobre la relación entre el arte y la vida a la manera platónica, esto es, a través de un diálogo entre Cyril y Vivian, únicos personajes en La decadencia de la mentira -de la que suele asegurarse era la favorita del propio Wilde entre sus obras-. Aunque la alusión sea sólo tangencial, en el siguiente parlamento de Vivian se menciona el Florian:
"Un día empezó a publicarse una novela en una revista francesa. En aquella época leía yo esa clase de literatura, y recuerdo mi gran sorpresa al llegar a la descripción de la heroína. Era tan parecida a mi amiga, que le llevé la revista. Ella misma se reconoció al momento y pareció fascinada por la semejanza. Debo decirle de paso que la obra estaba traducida de un escritor ruso fallecido, de modo que el autor no habría podido tomar a mi amiga por modelo. Abreviando: algunos meses después, hallándome en Venecia, vi la revista en el salón del hotel y la abrí para conocer cuál era la suerte de la heroína. Se trataba de una historia lamentable. La joven había acabado por fugarse con un hombre de clase inferior, social, moral e intelectual. Escribí aquella misma noche a mi amiga, dándole mi opinión sobre Giovanni Bellini, los admirables helados del Florian y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata para decirle que su «doble» del relato se había comportado muy neciamente. No sé por qué añadí aquellas líneas; pero recuerdo que me obsesionaba el temor de verla imitar a la heroína. Y antes que mi carta le llegase, se fugó con un hombre, que la abandonó seis meses después. La volví a ver en mil ochocientos ochenta y cuatro, en París, donde vivía con su madre, y le pregunté si aquella narración era responsable de su acto. Me confesó que se había sentido impulsada por una fuerza irresistible a seguir paso a paso a la heroína en su marcha extraña y fatal, y que fue presa de un auténtico terror mientras esperaba los últimos capítulos. Cuando se publicaron, le pareció que estaba obligada a copiarlos, y así lo hizo. Este es un eje clarísimo y extraordinariamente trágico de ese instinto imitativo del que hablaba hace un momento. Pero, no quiero insistir más en esos ejemplos individuales y aislados. La experiencia personal es un círculo vicioso y limitado. Todo lo que deseo demostrar es este principio general: La Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Y estoy seguro de que si reflexiona usted sobre ello, verá que tengo razón."
También Virginia Woolf en su cuento El legado, que se publicó en 1944 como parte del volumen La casa encantada y otros relatos, evoca la visita al Florian de sus personajes:
"Fueron a Venecia. Recordó aquellas felices vacaciones después de la elección. «Comimos helados en Florian.» Sonrió; todavía era como una niña, le gustaban los helados. «Gilbert me hizo un relato interesantísimo de la historia de Venecia. Me dijo que los Dogos...», y su esposa lo escribió todo, con su caligrafía de colegiala."
Jules Etienne
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