"Una mujer lanzaba antaño este grito hacia su amante, inclinada sobre su balcón en Venecia."
(Fragmento)
«He aquí una sala donde uno tiene derecho a entrar pagando su boleto para escuchar música, en medio de auditores somnolientos que han venido aquí después de almorzar, en una tarde calurosa. Todos hemos comido carne y budín en cantidad suficiente para mantenernos vivos durante una semana sin probar bocado y por consiguiente nos apiñamos como larvas sobre el dorso de alguna bestia que nos conducirá adelante. Correctamente vestidos, llenos de gravedad, hay entre nosotros viejas damas con cabellos blancos cuidadosamente ondulados debajo de sus sombreros, con pequeños zapatos, pequeños bolsos de mano y caballeros de mejillas cuidadosamente afeitadas; uno que otro luce un breve bigote militar y el menor vestigio de polvo ha sido cuidadosamente sacudido de sus vestones. Moviéndonos acompasadamente; abriendo programas, saludamos a los conocidos y nos instalamos igual que focas sobre una roca, como pesadas criaturas incapaces de sumergirnos en el mar por nuestro propio impulso y aguardando que una ola nos levante: pero somos demasiado pesados y hay demasiado ripio entre nosotros y el mar. Yacemos, pues, hartados de alimentos, embotados por el calor. De pronto, la enorme dama ceñida en un traje de raso verde mar acude a rescatarnos. Se humedece los labios, asume una expresión apasionada, dilata el pecho y avanzando como para coger una manzana, lanza la flecha de su voz en el corazón de la nota: «¡Ah!»
«Un hacha ha partido en dos la manzana: el corazón de la fruta es tibio: los sonidos se estremecen dentro de su corteza. «¡Ahhhhhh
!» Una mujer lanzaba antaño este grito hacia su amante, inclinada sobre su balcón en Venecia. «¡Ahhhh!
» Ella lanza este grito y luego vuelve a comenzar. Ella nos ha dado un grito. Pero solo un grito. Y, ¿qué es un grito? Enseguida hombres parecidos a grandes insectos entran en escena con sus violines. Aguardan: cuentan; hacen un signo y sus arcos se inclinan. Y ahora, todo es un estallido de risas como la danza de los olivares agitando sus miríadas de lenguas de plata cuando un viajero venido del mar, cogiendo una ramita con sus dientes, salta a la orilla sobre la ribera que cierra el semicírculo de las colinas.
Virginia Woolf (Inglaterra, 1882-1941)
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