Regresa la primavera a Vancouver.

viernes, 2 de diciembre de 2022

Diciembre: LA LOCA, de Guy de Maupassant

"El oficial subió enseguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó: No quiere, señor, no quiere. Perdónela..."

(Fragmento)

Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cor- meil.

Lo recuerdo como si fuera ayer. Caía una helada de esas que resquebrajan las piedras; yo mismo estaba tumbado en un sillón, inmovilizado por la gota, cuando oí el golpeteo pesado y acompasado de sus pasos. Desde mi ventana, los vi pasar.

Era un desfile interminable, todos iguales, con esos movimientos de muñecos que les son peculiares. Después los jefes distribuyeron a sus hombres entre los habitantes. Me tocaron diecisiete. Mi vecina, la loca, tenía doce, entre ellos un comandante, un verdadero soldadote, violento y tosco.

Durante los primeros días todo transcurrió normalmente. Al oficial de al lado le habían dicho que la señora estaba enferma, y no se preocupó para nada. Pero pronto aquella mujer a la que nunca veía empezó a irritarlo. Se informó sobre su enfermedad; le respondieron que la anfitriona guardaba cama desde hacía quince años, a consecuencia de una pena muy honda. No lo creyó, sin duda, e imaginó que la pobre loca no se levantaba por orgullo, para no ver a los prusianos y no hablarles, para no rozarse con ellos.

Exigió que lo recibiera; lo llevaron a su habitación. Le pidió con un tono brusco:

«Zírvace uzted, ceñora, lefantarce y bajar, para que la fearnoz.»

Ella volvió hacia él sus ojos extraviados, sus ojos vacíos, y no respondió.

El prosiguió:

«No toleraré maz inzolencias. Ci uzted no ce lefanta por laz buenaz, lla me laz arreglaré para que ce pacee zola.»

Ella no hizo el menor gesto, siempre inmóvil, como si no lo hubiera visto.

El rabiaba, tomando aquel silencio tranquilo por un signo de supremo desprecio. Y agregó:

«Ci no baja mañana...»

Y después salió.

Al día siguiente, la anciana criada, aterrada, quiso vestirla; pero la loca empezó a chillar, debatiéndose. El oficial subió en seguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó:

«No quiere, señor, no quiere. Perdónela; es muy desdichada.»

El soldado se quedó turbado, sin atreverse, a pesar de su cólera, a hacer que sus hombres la sacaran de la cama. Pero de pronto se echó a reír y dio unas órdenes en alemán.

Pronto se vio partir un destacamento que sostenía un colchón, como quien lleva a un herido. En aquella cama que nadie había deshecho, la loca, siempre silenciosa, permanecía tranquila, indiferente a los acontecimientos con tal de que la dejaran acostada. Detrás, un hombre llevaba un paquete de ropas femeninas.

Y el oficial pronunció, frotándose las manos:

«Lla veremoz ci puede o no festirce zola y dar un paceíto.»

Luego se vio al cortejo alejarse en dirección al bosque de Imauville.

Dos horas después los soldados regresaron solos.

Nadie volvió a ver jamás a la loca. ¿Qué habían hecho con ella? ¿A dónde la habían llevado? Nunca se supo.

Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).

(Traducido al español por Augusto Riera).
La lectura del texto íntegro es posible en Ciudad Seva.
La ilustración es de Edouard Zier para La Vie Populaire correspondiente a diciembre de 1883.

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