(Fragmento del diario del botánico, 28 de mayo)
Dos hombres habían sido desembarcados antes que
nosotros y llevados directa- mente al edificio de la enfermería, situado cerca
del dique, frente al islote Gabriel. Se trataba de un pasajero, monsieur
Tournois, y de un miembro de la tripulación llamado Nicolas, ambos embarcados
ilegalmente en Zanzíbar, y tan gravemente enfermos que las autoridades
sanitarias de Port-Louis habían negado la libre plática al capitán Boileau.
Jacques, que examinó de cerca al marinero Nicolas, me confesó que presentaba
todos los síntomas de las viruelas confluentes.
Julius Véran es el prototipo del
mal compañero de viaje, aquel que uno preferiría evitar. A bordo del Ava me
cruzaba con él cada día en la cubierta, desde que zarpamos de Marsella. Es un
hombre guapetón de unos cincuenta años, de espeso bigote y cabello negro y
corto, con aspecto de suboficial de la guardia o de tratante de caballos. Su
mala reputación se propagó por el barco y lo volvió caricaturesco. Jugador,
mujeriego, fanfarrón y estafador, al parecer se había metido en una serie de
sucios negocios, por lo que tenía mucha prisa por salir de Francia. Dice ser
negociante de vinos, de viaje a Port Louis para montar un negocio de
importación de vinos franceses. A Jacques, desde el primer momento, le dieron
mala espina sus aires de grandeza, su exagerada obsequiosidad para con las
señoras, su manera de besar la mano de Suzanne. Le puso el apodo de monsieur
Véran el Verme: el gusano. El que se juntara con Bartoli -el hombre del que
sospechábamos que era el espía de Correos que había informado de nuestra escala
en Zanzíbar a las autoridades británicas- no contribuyó a que nos cayera
simpático.
Ayer por la noche, cuando Jacques trataba de tranquilizar a Suzanne,
oí a Véran el Verme reír con sarcasmo. Cuando le miré, se encogió de hombros y
fue a echarse en el fondo de la barraca. A la luz de la lámpara punkah, su
rostro blancuzco cruzado por el bigote parecía impasible, pero sus ojos vivaces
brillaban con expresión malévola. Permanecí largo rato despierto, para
vigilarlo. Había en el suelo una vibración incesante que no lograba reconocer,
ora lenta y grave, ora aguda, que me perforaba el oído.
- ¿Escuchas? -pregunté a
Jacques. Enderezó la cabeza, tratando de verme en la penumbra-. ¿Escuchas ese
ruido? Hace una especie de chi, chi, o más bien, de chun, chun…
Se encogió de
hombros. Llegó el sueño como un flujo irresistible que borra todas las miradas
y acalla todos los ruidos.
J. M. G. Le Clézio: Jean-Marie Gustave Le Clézio (Francia, 1940).
Obtuvo el premio Nobel en 2008.
Obtuvo el premio Nobel en 2008.
(Traducido al español por Thomas Kauf).
La novela completa puede leerse en Los libros de Mario.
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