"... una señal negra izada a lo alto de aquella asta gigantesca en vísperas de una epidemia o un diluvio."
(Fragmento del capítulo Un crucero)
Frente a nosotros, en el horizonte, ascendía una humareda, perfectamente visible en el cielo, que se iba oscureciendo ya por el
este. Una humareda singular e inmóvil, que parecía pegada al cielo de Oriente,
semejante en su base a un hilo atirantado, delgado y muy recto, que se hacía
más espeso según iba cobrando altura y se quebraba de pronto en una especie de
corola plana y fuliginosa, suavemente palpitante en el aire y con los bordes
insensiblemente doblados por el viento. Aquella humareda fija y tenaz no
sugería ningún barco; a veces se parecía al hilillo extenuado que sube muy alto
en una noche tranquila por encima de una hoguera expirante, y sin embargo
infundía el presentimiento de ser particularmente vivaz; de su forma se
desprendía no sé qué impresión maléfica, como la de la umbela abierta sobre el
cono invertido que se deshilacha, propia de ciertas setas venenosas. Y, como
éstas, parecía haber crecido, haberse posesionado del horizonte con rapidez
singular; de pronto había estado allí; su propia inmovilidad, engañosa en la
palidez del atardecer, debió de haberla sustraído a la mirada. Súbitamente,
fijándome con atención en el punto del horizonte en que hundía sus raíces, me
pareció distinguir por encima de la cenefa de bruma que volvía a formarse de nuevo
como una doble e imperceptible pestaña de sombra, y la reconocí por el vuelco
repentino que medio el corazón.
- ¡Es el Tängri!... ¡Allí! -le grité casi a
Fabrizio con una emoción tan brusca que se me clavaron los dedos en su hombro.
Echó un vistazo febril al mapa y observó a su vez el horizonte con una
expresión de curiosidad incrédula.
- ¡Sí! -exclamó tras un momento de silencio
con voz que salía lentamente de su asombro, como si no osara rendirse a la
evidencia-. Es el Tängri. Pero¿qué humareda es ésa?
Había en su voz la misma
inquietud que sentía hacer vibrar sordamente en mí una nota de alarma. Sí, por
lo que podía tener de natural y vulgarmente explicable, resulta desorientador
ver salir en aquel momento del volcán, apagado hacía tanto tiempo, aquella
humareda inesperada. Su penacho, que ondulaba ahora en la brisa más fresca, se
diluía en ella y parecía ensombrecer, más aún que la noche, el cielo de
tormenta y ejercer un maleficio sobre aquel mar desconocido; más que una nueva
erupción, después de las muchas que la habían precedido, recordaba las lluvias
de sangre, los sudores de las imágenes o una señal negra izada a lo alto de
aquella asta gigantesca en vísperas de una epidemia o un diluvio.
Julien Gracq: Louis Poirier (Francia, 1910-2007).
(Traducido al español por José Escué).
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