Súbitamente, sobre el
tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de
sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La
ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta
fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba
descendente del cielo.
Los planos
perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escar- latas el cielo de
brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una
neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta
un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas
abultadas de gula carnicera.
No se percibía ningún
sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.
Las sombras caían
inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillo- tinas monstruosas, sobre
los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con
pecho colmaban las calles de principio a fin.
Los hierros y las
comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad
de la atmósfera bermeja. Los altos vitrales refulgían como láminas de hielo
tras de las que se desemparva un incendio.
A la claridad
terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los
masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del
esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados
entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los
afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío
cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de
las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las
frentes.
De la luna, fijada en
un cielo más negro que la brea, se desprendía una san- grienta y pastosa
emanación de matadero.
La multitud en
realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies,
soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la
luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y
sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.
En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
Roberto Arlt (Argentina, 1900-1942).
El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva.
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