Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

jueves, 24 de enero de 2019

LUNA ROJA, de Roberto Arlt

"... la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre."

(Fragmento)
 
Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.
 
Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escar- latas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.
 
No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.
 
Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillo- tinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.
 
Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitrales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.
 
A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.
 
De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una san- grienta y pastosa emanación de matadero.
 
La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
 

Roberto Arlt (Argentina, 1900-1942).
 
El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva.

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