Una noche de agosto, cuando bajo la carpa
del circo Vittorio se habían reunido más espectadores que nunca, sobre la piel
del abuelo aparecieron, en medio de una jungla de tatuajes frenéticos, tres
letras como grabadas con zafiros: REM. Por todo el pecho, como una premonición. Soile, mi abuela, que ya había
tenido a mi madre en 1921 y la había dejado en Chimogi, al cuidado de la viuda
de Marcos, siguió con el dedo el contorno mágico de las tres letras, empezó a
reír y a llorar, a gritar y a revolcarse por el polvo del escenario, hasta que,
doblando el espinazo hacia atrás, arqueó la espalda de forma tan terrible que
incluso Tudoriţa, la del Le Magnifique, habría sentido envidia. Aquel fue también el año de
la quiebra de don Vittorio Carrá, el propietario del circo. Soile murió en el
monasterio de Dudu con un diagnóstico de demencia histérica; también Dumitru
acabó su carrera de saltimbanqui cuando, unos meses después, mientras actuaba
en invierno en Bráila, en un gran espectáculo, entre lanzadores de fuego, tragasables
y forzudos con pieles de leopardo, rodeados de cadenas, fue destrozado en plena
representación por los dos dragones, que se abalanzaron sobre él. Al parecer,
aquellos fabulosos animales con hocico y cola de dragón, garras de león y alas
de murciélago, habían visto, en los tatuajes siempre cambiantes de la piel amarillenta
de mi abuelo, algo que provocó su ferocidad.
Mircea Cărtărescu (Rumania, 1956).
(Traducido al español por Marian Ochoa de Eribe).
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