(1919 — Mayo 20)
La noche había caído y la luz incierta de la lámpara destacaba, apenas, los lomos dorados de los libros y las grecas de plata en el papel del tapiz, que cubría los muros de la biblioteca. Al abrirse la puerta, él recordó el largo chorizo de salas que se sucedían desde el zaguán principal de la vieja casa poblana hasta la biblioteca, abriéndose, pieza tras pieza, sobre el patio de esmaltes y azulejos. El mastín saltó con alegría y lamió la mano del amo. Detrás del perro, apareció la muchacha vestida de blanco, un blanco que contrastaba con la luz nocturna que se prolongaba detrás de ella.
Se detuvo un instante en el umbral, mientras el perro saltaba hacia el desconocido y le olfateaba pies y manos. El señor Bernal, riendo, lo tomó del collar de cuero rojo y murmuró alguna excusa. Él no la entendió. De pie, abotonándose el saco con los movimientos precisos de la vida militar, alisándolo como si aún vistiera túnica de campaña, permaneció inmóvil ante la belleza de esa joven que no traspasaba el marco de la puerta.
- Mi hija Catalina.
No se movió. El pelo liso y castaño que caía sobre el cuello largo, caliente -desde lejos pudo ver el lustre de la nuca-, los ojos a un tiempo duros y líquidos, con una mirada temblorosa, una doble burbuja de vidrio: amarillos como los del padre, pero más francos, menos acostumbrados a fingir con naturalidad, reproducidos en las otras dualidades de ese cuerpo esbelto y lleno, en los labios húmedos y entreabiertos, en los pechos altos y apretados: ojos, labios, senos duros y suaves, de una consistencia alternada entre el desamparo y el rencor. Mantenía las manos unidas frente al muslo y la estrecha cintura, al caminar, puso en vuelo la gasa blanca del traje abotonado por detrás, amplio en torno a las caderas firmes, detenido cerca del tobillo delgado. Avanzó hacia él una carne de oro pálido, que ya en la frente y las mejillas revelaba el claroscuro desvanecido de todo el cuerpo, y le tendió la mano en cuyo contacto él buscó, sin encontrarla, la humedad, la emoción delatada.
- Estuvo con tu hermano durante sus últimas horas; te hablé de él.
- Usted tuvo suerte, señor.
- Me habló de ustedes, me pidió que viniera a verlos. Se portó como un valiente, hasta el fin.
- No era valiente. Amaba demasiado todo... esto. Ella se tocó el pecho y en seguida separó la mano para fingir una parábola en el aire.
- Idealista, sí, muy idealista -murmuró el viejo y suspiró-. El señor cenará con nosotros.
La muchacha tomó el brazo de su padre y él, con el mastín al lado, los siguió a lo largo de los cuartos estrechos y húmedos, recargados con jarrones de porcelana y taburetes, relojes y vitrinas, muebles patinados y cuadros religiosos de escaso valor y amplias proporciones: las patas doradas de las sillas y de las mesitas reposaban sobre el mismo piso de madera pintada, sin tapetes, y las lámparas permanecían apagadas. Sólo en el comedor una gran araña de vidrio cortado iluminaba el pesado mobiliario de caoba y la tela cuarteada de un bodegón donde brillaban los barros y las frutas incendiadas del trópico. Don Gamaliel, con la servilleta, espantó los mosquitos que volaban alrededor del frutero real, menos abundante que el pintado. Con un gesto, lo invitó a tomar asiento.
Frente a ella, pudo al fin fijar la mirada en los ojos inmóviles de la muchacha. ¿Conocía el motivo de la visita? ¿Adivinaba en los ojos del hombre ese sentimiento de triunfo, colmado por la presencia física de la mujer? ¿Distinguía la leve sonrisa de la suerte y la seguridad? ¿Sentía la afirmación posesiva apenas disimulada? Los ojos de ella sólo le devolvían ese extraño mensaje de dura fatalidad, como si se mostrara dispuesta a aceptarlo todo y, sin embargo, a convertir su resignación en la oportunidad del propio triunfo sobre el hombre que de esa manera silenciosa y sonriente empezaba a hacerla suya.
Carlos Fuentes (México, 1928-2012)
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