Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 30 de agosto de 2010

Páginas ajenas: FINAL DE AGOSTO, de Cesare Pavese

"... me senté a fumar en la ventana olfateando el viento..."

(Fragmento inicial)

Una noche de agosto, de esas agitadas por un viento tibio y tempestuoso, caminábamos por la acera demorándonos e intercambiando escasas palabras. El viento que nos hacía caricias imprevistas me imprimió en mejillas y labios una oleada aromática, después continuó con sus torbellinos con las hojas ya secas de la avenida. Ahora bien, no sé si aquella tibieza sabía a mujer o a hojas estivales, pero el corazón me dio un vuelco repentino, hasta el punto de que me paré.

Clara esperó, medio volviéndose, que siguiera caminando. Cuando en la esquina nos embistió otra ráfaga, Clara hizo ademán de detenerse, sin levantar la mirada, otra vez a la espera. Delante del portal me preguntó si quería encender la luz o pasear un poco más. Me quedé un rato quieto en la acera -escuché el crujido de una hoja seca arrastrada sobre el asfalto- y le dije a Clara que subiese, la seguiría de inmediato.

Cuando, tras un cuarto de hora, llegué arriba, me senté a fumar en la ventana olfateando el viento, y Clara me preguntó a través de la puerta de la habitación si me había calmado. Le dije que la esperaba, y un instante después estuvo a mi lado en la estancia oscura, se apoyó en mi silla y disfrutaba de la tibieza del viento sin hablar. Aquel verano éramos casi felices, no recuerdo que nos hubiéramos peleado nunca y pasábamos muchas horas juntas antes de dormirnos. Clara lo comprende todo, y entonces me quería mucho; yo la quería a ella y no había necesidad de decírselo. Y, sin embargo, ahora sé que nuestras desgracias comenzaron esa noche.
 
¡Si al menos Clara se hubiera irritado por mi agitación y no me hubiera esperado con tanta docilidad! Podía preguntarme qué me había dado, podía tratar de adivinarlo ella misma, tanto más que lo había intuido, pero no callar, como hizo, llena de comprensión. Detesto a la gente segura de sí, y por primera vez detesté a Clara.
 
Aquella turbonada de viento nocturno me había traído inesperadamente, como suele ocurrir, a la piel y a la nariz un gozo remoto, uno de esos desnudos recuerdos secretos como nuestro cuerpo, que se diría que le son connaturales desde la infancia. La playa donde he nacido se poblaba en verano de bañistas y se cocía bajo el sol. Eran tres, cuatro meses de una vida siempre inesperada y distinta; agitada, desigual, como un viaje o una mudanza.
 
 
Cesare Pavese (Italia, 1908-1950)

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